No ha habido ningún componente en el caso del feminicidio de Debanhi Escobar en Nuevo León que no hayan convertido en una exclusiva, en filtraciones, como si se tratara de un espectáculo más. En un país en el que diez mujeres son asesinadas al día, el elemento de la “novedad”, entre tanta sevicia contra nuestros cuerpos, es el que motiva que sólo algunos casos se hagan de conocimiento público.
En este caso, la supuesta falta de sororidad de unas jóvenes, llamadas a cuidar de Debanhi, fueron el detonante para que despertara interés, inclusive en medios internacionales. “El crimen de Debanhi Escobar, la joven que apareció muerta en una cisterna tras ser traicionada por sus amigas”, titulaba el diario español ABC al respecto; la culpa recae sobre ella que “apareció” muerta y sobre las mujeres de su entorno. Un titular que responsabiliza a las víctimas pero que también nos divide y nos fractura como mujeres.
Luego, vinieron otros componentes que llamaron la atención por sobre otros casos que acontecen a diario: una mujer blanca, universitaria, de una familia aparentemente de clase media, y especialmente, el señalamiento a una mujer que toma la decisión de quedarse sola en la mitad de la carretera, como si se tratara de una propia auto sentencia de muerte; el mecanismo más efectivo para seguir perpetuando la violencia contra nosotras: hacernos responsables de la misma.
Existe una violencia patriarcal estructural responsable de los feminicidios y abusos contra las mujeres que debería estar en permanente cuestionamiento, pero se buscan indicadores individuales que puedan explicar lo sucedido: si ingirió bebidas alcohólicas, si tomó un servicio de transporte público en estado de embriaguez o no, si parecía demasiado enojada o no, si se subió a un Uber sin suficiente batería en su celular, si sus amigas eran buenas o malas, y así podemos nombrar una cadena de elementos que a los ojos de varias personas, incluidos las y los periodistas, son trascendentes en casos de este tipo.
No necesitamos conocer qué llevaba Debanhi en su cartera, tampoco si su papá es biológico o de crianza, ni encuestas en donde se le preguntara a las y los lectores de un periódico si creían que se trataba de un accidente o de un feminicidio. Informaciones como éstas convierten a la violencia ejercida contras las mujeres en una acusación contra sus demandas de mayor autonomía. La insistencia en revelar aspectos privados de una víctima busca recordarnos cuál debe ser nuestro lugar y cuáles los comportamientos adecuados.
Así, nuevamente el espacio público se constituye en un lugar inhóspito para las mujeres, que deberían permanecer en el espacio privado y doméstico para que puedan estar seguras, lejos de los terrenos que le pertenecen a los hombres: la calle, las fiestas, tomar un Uber solo, embriagado, de noche, sin necesidad de que otros hombres lo acompañen. De lo contrario no existen garantías para nuestra integridad. ¡Cómo si puertas adentro no nos violaran y mataran también!
Claro que el caso de Debanhi tuvo que llegar a los medios, así como el de Yolanda, el de María Fernanda, el de Lourdes, pero también tuvo que llegar el de Wendy, el de Montserrat, de Claudia, de Daniela, de Ivonne, y de todas y cada una de las que hoy no están, y que merecen ser nombradas, sin el morbo del que se valen algunos medios de comunicación para hacerlas visibles en su guerra por los clics.
¿Dónde está su ética, su empatía? Es indispensable un debate serio al interior de las redacciones que permita revisar la manera en que la violencia de género es transmitida a la sociedad. Las mujeres no necesitamos más enemigos, sino aliados. Necesitamos que nos nombren, pero con perspectiva de género y no para revictimizarnos. Una mala cobertura condena no sólo a la víctima en cuestión, sino a las que pueden venir.
Parece que ni la impunidad estatal ni la del asesino, ni la cadena de errores institucionales, ni el discurso morboso de la opinión publicada que nos convierte en instrumentos y bienes de consumo, fueran suficientes. No somos un chisme ni una novela, esta es la cruda realidad para las mujeres en México. Ya nuestros cuerpos han sido lo suficientemente maltratados como para seguir haciendo de esta inmensa ola de violencia, un espectáculo más.
Daniela Pacheco