Entre el estruendo de ruido mediático --le llamamos "noticias"--, fue un silencio el que me atrapó. Exactamente hace ocho décadas, el lunes 6 y el jueves 9 de agosto de 1945, el gobierno de Estados Unidos lanzó dos bombas atómicas contra Hiroshima y Nagasaki, dos ciudades japonesas.
Demostración contundente de que la Historia la escriben los vencedores, las infames fechas pasaron casi desapercibidas en los grandes medios de comunicación alrededor del mundo.
Me quedo con el contraste de dos fotografías que son una misma estampa, literalmente post apocalíptica: la imagen de Hiroshima poco después del ataque nuclear y otra tomada en Gaza en estos días; el nuevo genocidio.
A las 8 de la mañana con 15 minutos de aquel lunes infame, el Enola Gay, un avión B-29, dejó caer una bomba de tres metros de largo, cuatro toneladas de peso y cargada con 50 kilos de uranio enriquecido que estalló 580 metros sobre el centro de la ciudad.
Hoy que el neo Zar ruso y el aprendiz de emperador de América utilizar las amenazas de exterminio nuclear un día sí y el otro también, vale detenerse un momento para mirar las consecuencias de Little Boy (así bautizaron a la primera bomba atómica).
"...Un destello blanco cortó el cielo...", escribió Inma Bonet, desde Hiroshima para El País, la semana pasada.
"En cuestión de segundos, una explosión liberó una cantidad de energía nunca vista sobre un lugar habitado. Bajo una gigantesca nube en forma de hongo, el aire se transformó en fuego; se calcula que, en el epicentro del impacto, el calor alcanzó los 4.000 grados centígrados a nivel del suelo. 70.000 personas perecieron en el acto. 70.000 más lo harían antes de que terminase el año, a causa de sus heridas o de la exposición a la radiación.
"De una metrópoli activa de 300.000 habitantes, Hiroshima pasó a ser un páramo de devastación y horror en cuestión de minutos. Miles de heridos pedían ayuda, con el cuerpo cubierto de quemaduras, la piel desprendida y la ropa reducida a harapos. Algunos caminaban en silencio, otros yacían mientras el fuego se extendía por los restos de la ciudad. De 90.000 edificios, 60.000 quedaron destruidos y 6.000 más sufrieron daños irreparables".
Tres días después ocurrió el ataque contra Nagasaki y mató a 70 mil personas más. Japón se rindió de inmediato y todo el mundo celebró el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Pasaron ocho décadas y tenemos a Trump, a Putin, a los ayatolas desquiciados y la ultraderecha asesina de Netanyahu. La vuelta de El Terror del fanatismo y el miedo universal como negocio político.
Entre los 9 países que abiertamente cuentan con armamento nuclear la discusión no es sobre desarme, sino sobre la "modernización" de sus capacidades de destrucción masiva.
Deberíamos reconocer el retroceso. El nuevo orden mundial nos lleva de vuelta al de nuestra naturaleza, el de la ley del más fuerte. Sea con bombas o con aranceles, desde el mismo lugar donde salieron las órdenes contra los bombarderos de 1945, la apuesta del 2025 parece la misma, volver a imponer la Pax Americana que dominó el planeta durante buena parte del siglo pasado.
Si entonces la excusa central del delirio nuclear ya era absurda --detener la perversidad de Hitler, quien ya había muerto--, ahora las propuestas neo-imperiales no son mejores. Como ya no tienen cara para "exportar" libertad y democracia, hoy pretenden desaparecer migraciones y erradicar delincuentes.