La madrugada del 4 de mayo de 1862 Ignacio Zaragoza ordenó al general Miguel Negrete ocupar los fuertes del cerro de San Cristóbal. Ambos eran templos levantados a mediados del siglo XVIII —uno en honor a la Virgen de Guadalupe, otro en homenaje a la Virgen de Loreto— que durante las luchas por la Independencia fueron convertidos en fuertes por los realistas, función que conservaron durante la guerra de Reforma. Negrete quedó al mando de los dos, Loreto y Guadalupe. Era poblano, originario de Tepeaca. Abrazaba desde joven la carrera de las armas: peleó contra los yankis en Veracruz, Puebla y México, y luchó después con los liberales contra la dictadura de Santa Anna. Dio más tarde, sin embargo, su adhesión a los conservadores, con los que combatió durante la Reforma. Tras su derrota, aceptó la amnistía que ofreció a los vencidos el gobierno de Juárez, amenazado por la Intervención. En Puebla, con el enemigo enfrente, no obstante haber combatido con el partido de la reacción, Zaragoza confió en él, al grado de que le dio el mando de una de las posiciones más importantes de la plaza (“no encuentro mérito para dudar de la lealtad del ciudadano general Negrete”). Tuvo razón en darle su confianza, como lo habría de acreditar la historia. Porque Negrete tenía defectos, muchos, pero era un patriota. “Yo no soy de esos hombres que se venden a todos los partidos sino de los que se sacrifican a su patria”, escribió. “Porque antes que partidario soy mexicano”.
El 5 de mayo, el general Negrete enfrentó la ofensiva de los franceses en los fuertes de Loreto y Guadalupe. Al dejar los accidentes del camino, para salir al descampado, los invasores fueron sorprendidos por su artillería. Tres veces intentaron tomar por las armas el cerro de Guadalupe. Y tres veces fueron derrotados. Tras Zaragoza, el comandante en jefe, Negrete fue el general más destacado en aquella jornada de gloria para México.
Al ser restaurada la República, una de las rebeliones más ruidosas contra el Supremo Gobierno fue la del general Miguel Negrete, el héroe de la defensa de Puebla. Negrete había sido por un tiempo ministro de Guerra de Juárez, con el que rompió más adelante, al sostener el principio de su separación del poder en favor del general Jesús González Ortega. Llevaba meses sustraído a la obediencia del gobierno, aunque sin hacer un pronunciamiento, cosa que hizo al fin en febrero de 1869, en la ciudad de Puebla. En julio de 1870, la prensa dio la noticia de su captura: sería juzgado por un consejo de guerra en la Ciudad de México. El presidente Juárez recibió una petición de indulto de un grupo de estudiantes, encabezados por Justo Sierra. Escuchó la solicitud de clemencia que le hacían (“la escuchó sin modificar un solo pliegue de su rostro impenetrable”). Juárez no ignoraba que ese profesional de la revolución, como lo llamaba, era también un símbolo. El héroe de la victoria contra los franceses en los fuertes de Loreto y Guadalupe, el revoltoso sin sosiego de todos esos años, pudo así, por ello, salir con vida del trance que lo enfrentó con el Supremo Gobierno. “Negrete estaba inscrito en la tabla de bronce del 5 de Mayo”, escribiría Justo Sierra. “Tenía derecho a la inmortalidad frente a los fusiles de la República”.