Así, cual ninja tortugas adolescentes mutantes, nos vimos alrededor de una mesa saboreando tremendas suculencias. Mis cuatachos El Dani y El Arturito, que además de estupendas personas son cocinadores, fueron los responsables de las viandas a partir de masa, tomate, queso mozzarella, jamón serrano, queso ricota y anchoas. Los ganones fuimos la señora de El Dani, su vástago y este tragaldabas que escribe.
Eso de tener amigos chefs siempre es una garantía, pero sobre todo reunirse con gente que ama el buen comer y que entiende que la mesa es uno de los pretextos idóneos para eso que algunos llaman cohesión social. O lo que es lo mismo, que no se pierda el motivo y a comer y beber que el mundo no se va a detener. La charla fue, como se esperaba, digna de un puñado de gourmands, que encuentran tremendo placer en torno a la cocina.
Pero sobre todo fue el encuentro con quienes desde la generosidad han puesto sus competencias al servicio de la amistad. Y el epicentro no pudo ser mejor: pizzas artesanales, con ingredientes de calidad y manufactura de lujo. Como diría el chef Poncho Cadena, “vida, ¿qué te debo?”. El asunto no es menor, sobre todo si se juntan el hambre con las ganas de comer, es decir, la amistad con las delicias.
Dicen que Dios los hace y los tragones se juntan, pero las pizzas hacen lo suyo. No hay preparación más globalizada que esa. Casi en todo el planeta se conoce y aunque hay quienes le dan en la suya al asunto con ocurrencias tan tropicalizadas como infames, en gustos se rompen géneros y paladares. Hay pizzas excepcionales, algunas cumplidoras y otras que ni pal’perro, pero que gracias a la relación costo-beneficio, sirven para reuniones del godinato o de gorrones.
Lo curioso del caso es que la pizza como fenómeno social no se dio sino hasta ya bien entrado el siglo XX y su origen es tan marginal como poco salubre. De ello da cuenta John Dickie, en su libro ¡Delizia! La historia épica de la comida italiana, en el que da cuenta de la evolución de la sociedad de la mesa de ese entorno. Como se sabe, Italia no sería lo que es sin sus pastas, pero sobre todo sin sus pizzas, y hablar de ella, de comerla y sobre todo prepararla es una celebración a la evolución de las personas y al gusto por el encuentro.
Eso me vino a la mente en pleno convite al que, naturalmente hubo que allegar las beberecuas en la figura de un vino rosado tremendamente frío y unas cervecitas obligadamente oscuras y a punto de la muerte por hipotermia. Como diría JuanGa, ojalá que cuando nos vaya mal nos vaya como en esa mesa, entre cuates, charlando de lo lindo sobre comer y haciendo camino al andar. Es decir, papeando que es gerundio.