Uno descubre que es un tragaldabas consumado cuando le está entrando con mexicana alegría a la papeada y el tema de la conversación gira en torno, precisamente, a la comida. Claro que junto con la etiqueta de comedor contumaz aparece la de cínico irredento y también la de reiterante, pues ello equivale a asistir a una puesta en escena que verse sobre hacer teatro, viajar hablando de destinos o leer acerca de libros.
Esto de darle a la sabrosa sabrosura mientras se filosofa no por redundante deja de tener su chiste, pues implica un temple fortalecido tras largas sesiones de degustación verborréica y, desde luego, el alma esculpida por la gula.
Dice la memoria popular que al buen tragón se le conoce por la forma de agarrar el taco. Yo pienso que en todo caso se le debe ubicar mejor por la capacidad de evocar sabores y experiencias del paladar, mientras se está recetando alguna de ellas. Ese es un tragón y no pedazos.
Una de sus variantes más pintorescas sobre el fenómeno circular que lleva y trae reminiscencias de los sabores, está en recetarse un documental o alguna película con tintes culinarios mientras el cuerpo disfruta lo que recibe.
Y como el tragón de cepa suele no tener llenadera, no basta comer y hablar del asunto o bien reforzar con los ojos el campo semántico. Ahora mismo pienso en estas ideas mientras detengo la reproducción de la serie Santas garnachas, de Netflix, para reflexionar sobre el carácter del mexicano y su proclividad a entrarle con singular alegría a las masas y las grasas.
El imaginario tenochca es causa y efecto de la devoción por yantar. Sin saber si es comelón y por ello suele pensar en el pipirín o si tenerlo en la cabeza le lleva usualmente a hincar el diente, la fraseología nacional es fiel testigo de la vocación por mover el bigote:
No entender ni papa, ser un hueso duro de roer, hacerle de chivo los tamales, estar como para chuparse los dedos, entre que son peras o manzanas, andar como agua para chocolate, tener barriga llena y corazón contento o hacerse la machaca.
Echar un taco de ojo, quemársele las habas, medirle el agua a los camotes, no haber de queso, nomás de papa, a darle, que es mole de olla, echarle mucha crema a los tacos, mandar a freír espárragos, no cocerse al primer hervor, importar una pura y dos con sal, creerse muy salsa y hacer de tripas corazón.
Estamos como estamos porque somos como somos, diría el filósofo de Güemez. De ahí el biotipo mexicano, sus pasiones alimentarias y ese delirio por comerlo todo, pero hacerlo bien. Con tortilla, picosito y con limón, de preferencia. Y algo de beberecua, porque ni modo de bajarlo a brincos.