A veces los instantes de emocionalidad llegan cuando menos se esperan. Basta que ande uno en franca ingesta de tubérculo poblano para que hagan de las suyas. Estaba viendo nuevamente Jojo Rabbit, la joya cinematográfica del neozelandés Taika Waititi, cuando se aproximó el ternurismo a quien esto escribe y entonces valió gorro el asunto.
Hay una escena en la que el protagonista, Johannes Jojo Betzler, pregunta a Elsa Korr, una adolescente judía que ha estado oculta en la casa de Jojo buscando mantenerse a salvo de los nazis: “¿Qué es lo primero que harás cuando todo esto termine?”, a lo que ella responde: “Bailar”. El final de la historia muestra al chicuelo de 10 años que abre la puerta de ese lugar, con la guerra concluida y Elsa en libertad.
En ese momento se escuchan los primeros acordes de Heroes, de David Bowie, y los implicados comienzan a moverse al ritmo de tremendo rolón. Justo ahí las de San Pedro humedecieron mis ojos y sentí tremenda sensación en el pecho. Asumo que en la intensidad del cuadro algo tenía que ver la música y, por supuesto, la aventura del baile que ya estaban ejecutando los chamacos.
Nunca he sido una chucha cuerera para eso de las piruetas en la pista, pero luego de varios intentos por vencer el miedo al ridículo y dejar el asiento donde me quedaba aplatanado en las fiestas al no saber mover el bote, acabé por hacerme de unos cuantos pasos que, si bien distan de ser prohibidos, me salvan del perro oso de quedarme cual Muppet en algún rincón.
Como cualquier sociedad que se precie, la tenochca es propensa al bamboleo musical. Y a incorporar a su dialéctica expresiones en consecuencia: “Ni yendo a bailar a Chalma”, “darle un baile”, “bailar las calmadas”, “mandarlo a Chihuahua a un baile”, “bailar con la más fea”, en fin. El brincoteo es parte del imaginario colectivo de éste y de prácticamente todos los pueblos.
En el libro El contacto humano, Ashley Montagu y Floyd Matson dedican un capítulo entero a la danza como expresión vital, desde una perspectiva antropológica, pero también considerando sus vertientes kinestésicas y de proxemia. Porque andar de danzarines por ahí tiene mucho de tribal, pero también de encuentros y formas en que los humanos conseguimos comunicar la amplísima gama de mensajes que le es inherente al cuerpo que moviéndose habla.
Friedrich Nietzsche argumentaba que debían considerarse perdidos los días en que no se haya bailado al menos una vez. Seguramente cuando acaben los estreses, de esos que suele haber en la vida matraca, cuando haya oportunidad e incluso a la menor provocación, habrá que acudir a ese arte rítmico de la vida que suele acabar salvando del tedio, la solemnidad y otros demonios menos confesables. A fin de cuentas, lo bailado a nadie se le quita.