Al parecer hemos llegado al final de los tiempos, al menos en lo que se refiere al matrimonio entre la industria del espectáculo y la del deporte. Y digo al final quizá de la forma que lo habíamos conocido hasta ahora. Con la celebración del Super Tazón más reciente y la consabida dosis de show bisnes gringo se cerró un capítulo más de la llamada liga más exitosa de todo el planeta. Y como no podía ser de otra forma, la amalgama de las tacleadas con la música trajo consigo uno más de los denominados intermedios.
Después de lo visto con Kendrick Lamar, las luces, bailecitos, despliegues técnicos, pirotecnia y todo el tinglado que se estila para la ocasión, y más allá de la cantaleta conspiracionista de mensajes cifrados que se especula fueron hechos, tengo la impresión de que los pesos pesados que antaño deslumbraban en los poco más de 10 minutos que dura el entretiempo de la final del fútbol americano han pasado a engrosar las filas de animales en peligro de extinción.
Porque el desfile de nombres como el del morenazo del fin de semana, de The Weeknd, Justin Timberlake, Beyoncé, Shakira, Snoop Dogg, Eminem, Maroon 5 y compañía, que en años recientes han sido anunciados como la gran bomba de la ceremonia anual, ilustra fácilmente que la industria, si bien continúa generando cuadros que refrescan el escenario, ha dejado fuera a gigantes que solían ser elegidos para entretener a los iniciados en el tocho y a los contagiados por la moda del momento parecen haber desaparecido.
Lejos se antojan aquellos recitales memorables a cargo de Bruce Springsteen, U2, The Rolling Stones, The Who, Paul McCartney, Aerosmith, Tom Petty, Diana Ross, Prince y compañía, por no mencionar casos como el de Michael Jackson, insuperable por donde se le vea. Es cierto que la gente de esa talla, además de estar más allá del bien y del mal, no sólo ha dejado de estar vigente o de representar el epítome del mainstream, sino además poco o casi nada tiene que decir a los oídos juveniles.
A ellos se apuesta con el show de marras, de ahí que pretenda ser más “atractivo”, contar con elencos que exuden frescura y, sobre todo, mueven a las audiencias con nichos específicos. El problema es que las noches legendarias han dado paso a producciones insípidas, faltas de pasión e intrascendentes, que no resisten el paso de los años y no se quedan en las conversaciones, ya no digamos en la memoria colectiva. Y no es que se viva llorando el pasado, pero como dirían los clásicos, el futuro no es lo que solía ser.