Pocas cosas encuentro más aburridas que alguien que se cree la mamá de Tarzán y nada le sorprende. Pocas cosas como los discursos de Andrés Manuel, las taranovelas del "Carnal" de las Estrellas y la actitud de diva de Paulina Rubio. No hay nada como dejarse llevar por la vida con cara de no me lo esperaba (aunque a todas luces se esperara) o de plano quitarse la modorra existencial y decantarse por el clavado a lo desconocido. Igual y en una de esas se manda al averno la serie de atavismos que nos tienen más controlados que un Godínez a fin de quincena.
Dejarse sorprender en franca ingesta de tubérculo poblano mirando el cielo (la última semana me tocó ver dos estrellas fugaces y casi me hago pipí de la emoción). Comerse un helado de cualquier sabor sin siquiera preguntar de qué es (y adivinarlo, por supuesto). Intentar una combinación inédita, distinta o impredecible para vestir (los obsesivos por el orden saben a lo que me refiero). Darle gusto al gusto con unas enchiladas de la calle (rellenas de aire y con el polvito de afuera de las escuelas). Y otras diez o doce chuladas por el estilo que se me están ocurriendo y que no solemos permitirnos.
Por eso cuando mi sobrina La Bitelyus se zurró de la risa al verme enfundado en mi look de cuarentón rebelde de barbita comprendí el severo sentido de la sorpresa que acompaña a una escuincla de ocho. "¿Y tus alumnos no te dicen nada?, si yo fuera tu alumna me reiría de ti, aunque me castigaras en clase de cocina", sentenció la ingrata hija de su-mi-hermana. Y por supuesto no me quedó más remedio que tragarme el orgullo de adulto y zurrarme yo también de la risa, claro, después de perseguirla por la casa para patearle el diminuto trasero que Dios le dio.
Con poco de certeza de casi nada a cuestas pienso que la vida nos suele regalar momentos cruciales para dejar de tomarnos las cosas tan dramáticamente. Si caemos en la cuenta de que esta existencia matraca no es, por mucho, una peli de Martin Scorcese o de Emilio Larrosa (ni lo quiera Carmelita Salinas), creo que pocas cosas son para tanto. Y que aquellas que nos definen suelen tener, digamos, asuntos especiales. Hace un par de años en París fui testigo de la vitalidad en un escenario de un hombre octogenario. Luego de dos horas de concierto Leonard Cohen dejó la guitarra y el micrófono y salió rumbo a los camerinos.
Lo previsible era que regresaría al encore. Lo que nadie sabía era que el bis duraría una hora más y que el canadiense volvería con más pila, corriendo como chamaco y con una sonrisa cual si hubiera hecho la travesura del día. De pocas cosas estoy seguro en esta vida y una de ellas es que cuando sea grande quisiera ser como él. Ignoro si la pila me dure para tanto, pero estoy trabajando en ello. Por lo pronto alguien allá arriba se ha empeñado en darme lecciones y cultivar el arte de la sorpresa con primeras veces.
La Flaca, que viene siendo hija de La Mengana, mi señora, acaba de dar a luz a Sebastián, y a mis treinta y once me he descubierto con un diminuto chaval en brazos y el abuelazgo que me hace sentir cada vez más joven. Quizá sea momento de tomarse las cosas menos en serio y hacerle cosquillas en salva sea la parte a la solemnidad. Nomás para ir calentando el ambiente.