Hay acontecimientos en nuestra vida que dejan una huella imborrable y nos marcan para el resto de nuestra existencia.
Algunos pueden ser vistos como buenos, tal es el caso de un matrimonio, el nacimiento de los hijos, el cambio de residencia o cierto logro profesional, en fin; pero hay otros de los que no nos gusta hablar y que por más que deseemos evitarlos, la vida de vez en cuando nos enfrenta a ellos y nos planta una cara que no conocíamos, me refiero a la muerte y más en específico al fallecimiento de un ser querido.
Antes, no podía imaginar lo que algunos compañeros o amigos sentían cuando lamentablemente fallecía algún familiar o ser querido, era para mí impensable el que una situación así me sucediera, lo cual pues era claramente un terrible error.
El ciclo de la vida no puede frenarse, todos estamos en este mundo por un propósito y una razón, pero también todos en algún momento dado debemos de partir y es aquí donde por más que lo pensemos, lo esperemos o lo estudiemos, jamás estaremos preparados para experimentar el dolor que se siente cuando tu ser querido parte o trasciende a otras instancias.
Respetando todas las creencias, yo soy católico y tengo la Fe y la esperanza de que al dejar este plano estaremos junto a nuestro creador en una estancia mejor y que las cosas ahí cambiarán y serán más alegres o felices, eso lo dictan mis creencias y claro que debiera ser motivo de gran regocijo cuando sabes que tu ser querido está ya disfrutando de estos dones.
Pero por más que lo pienso y que trato de convencerme de que esto así es, no puedo quitarme el gran dolor que siento por saber que jamás en este plano existencial podre volver a mi madre.
Y es que, a unos días de su partida, la espera para poder volver a escucharle hablar, reír o incluso regañarme, se hace interminable y agónica, nadie nos enseña que hacer cuando estas cosas suceden, no sabemos cómo reaccionar e incluso estoy seguro que una parte de mi aún está en la negación de aceptar su partida.
Pero la realidad así es, dura e inflexible como ella misma, restregándome lo que no hice, lo que dejé de hacer o lo que pude haber hecho.
Son muchas las interrogantes, las dudas, las respuestas automáticas, los miedos o las conclusiones que uno toma acorde al sentimiento que está viviendo, pero en ese momento lo más importante para el doliente es saber que su ser querido está bien, que lo perdona y que puede estar en paz, al menos hasta el momento del reencuentro.
Por eso le pedimos o imploramos al cielo que nos mande una señal, la que sea, para encontrar esa paz y ese consuelo que mitigue la angustia de no saber qué ha sucedido con nuestros seres queridos.
Dios sabe que en estos días he renegado, llorado, gritado en silencio y he exigido esa señal o esa prueba. Prueba que a mis ojos no llega, o al menos eso pensaba yo.
Esperaba una prueba mágica o una señal en el cielo, una luz o algo sobrenatural, y estaba buscando en el lugar equivocado.
Fue entonces que comprendí que en al sentir el cariño de la gente que nos rodea, la familia, los amigos, el recibir sus abrazos de consuelo y afecto, sus frases de aliento, ahí es donde podemos encontrar esa señal de que todo está bien, es en ellos y a través de ellos que nuestros seres que partieron se manifiestan y desde la eternidad nos envían el mensaje de que se encuentran bien.
El dolor jamás se irá, aprenderemos a vivir así, pero el cariño y afecto de nuestros seres que partieron, se manifiesta siempre a través de las obras y trato de la gente que nos rodea.
Descansa en paz Mamá y échale muchas ganas en donde estés, que acá nosotros haremos lo mismo y ojalá muy pronto Dios permita que podamos volver a vernos. QEPD.