Política

Tribus en guerra

  • Columna de Bruce Swansey
  • Tribus en guerra
  • Bruce Swansey

Todo comenzó con Caín y Abel. Los odios más enconados suceden entre hermanos y son ásperos e irremediables hasta que uno se adelanta y le asesta el mazo en el cráneo al otro. Habiendo recuperado la respiración el abusador justifica su iniciativa aduciendo que de no haberle partido la cabeza a su hermano, él habría sido la víctima. Es una manera de forjarse el mundo que siempre será endeble, como se ve diariamente en la tragedia de la guerra en Gaza. Según el asesino su acción es en defensa propia. En otras condiciones no habría cedido a ese momento en el que nada importa salvo partirle la crisma al hermano. No sólo la Biblia reconoce este impulso. Desde el teatro clásico hasta el culebrón hay ramilletes de consanguíneos de mucho cuidado.

Como las familias, los partidos políticos no están a salvo de la división en la que cada facción desea y lucha por conseguir la derrota del oponente. Como en la vida cotidiana, en la política la guerra por el poder desde la elección del cereal hasta las decisiones que se discuten en el parlamento, atraviesan y definen cada acto. Nada queda fuera de esta constante, tediosa y previsible cruzada para decidir la suerte de los demás.

El Partido Laborista llegó al poder en la cresta de una ola hinchada por el repudio de 14 años de mal gobierno, cínicamente asumidos como los sacrificios que las clases menos favorecidas debían continuar padeciendo para que la minoría siguiese gozando de la riqueza a la que considera tener derecho. Algún día la historia les haría justicia. Desde la catástrofe financiera de 2008 la paciencia de los ciudadanos de a pie se había erosionado hasta el punto en que ya ni siquiera celebraba la disposición jocosa de Boris, ni la faz que a falta de ser eficaz era sombría de Teresa, menos aún la energía psicópata de Liz Truss ni la untuosa corrección de Rishi Sunak, el primer primer ministro de origen asiático. Uno tras otro desfilaron ante el asombro y la indignación del electorado que harto, votó mayoritariamente por el laborismo encarnado en Keir Starmer.

Se tiende a creer que los partidos políticos son monolíticos pero nada es menos cierto. Como las familias, las iglesias y las universidades, toda agrupación lo es de fragmentos. Más que lealtad a ciertos ideales, el voto mayoritario por el laborismo expresa rechazo.

La obsesión por el cambio se manifiesta en la fuerza con la que el péndulo oscila lejos de los traidores a los valores que afirman defender. La vuelta al laborismo sujeta al gobierno a condiciones claras. Los gobernantes no creen en las promesas renovadas y tampoco en instituciones cada vez más limitadas. El mensaje es el cambio por el cambio mismo porque no se intuye el derrotero. Como los niños malcriados, las masas se calman momentáneamente haciendo pataletas.

Pasados los primeros cien días, el Partido Laborista muestra las grietas que recuerdan que Starmer llega al poder depurando al partido de la facción que apoyaba la visión radical de Jeremy Corbin, cuyo liderazgo llevó al laborismo al limbo electoral. Como los demócratas hoy en Estados Hundidos, el laborismo en el Reino Unido parecía entonces haber exhalado el último aliento.

Starmer y la facción centrista que representa reconstruyó el partido sobre la base de que el dogma es adecuado para las iglesias pero enemigo de los partidos políticos que han perdido la conexión con los electores. Hombre práctico, atento a los signos del tiempo, Starmer optó por el centro y conforme crece la rabia y el electorado exasperado por sus adversas condiciones de vida se ilusiona con que el cambio vendrá desde partidos radicales y específicamente desde ReformUK, la versión británica de la Alternative für Deutschland germana, el laborismo se encuentra presionado por visiones opuestas del mundo y de lo que debe hacer para conservar el poder en una era en la que la inestabilidad es lo único estable.

La lucha entre las tribus que conforman el laborismo lo divide en los nostálgicos de la visión corbiniana de izquierda militante, el centro cada vez más acosado por la panacea que a falta de programa se denomina cambio, y la derecha que en nombre de la realidad exige que el país despierte y admita que el estado del bienestar es inviable. Hay que invertir en armas, lo cual estrangula el presupuesto destinado a apuntalar una infraestructura decrépita; hay que salvar Europa asediada en uno de sus flancos por el enano de la KGB que se regocija con la impredictibilidad del colega anaranjado en la Casa Blanca. Una vez más el lobo amenaza tumbar la casa de los cochinitos, pero esta vez en serio.

El Partido Laborista se encuentra amenazado desde dentro por la fragmentación y desde fuera por el resurgimiento de los partidos de derecha e izquierda que abren los brazos a quienes el laborismo decepciona. Farage a la derecha, el ecologismo a la izquierda cuyas advertencias sobre el peligro que entraña el cambio climático cada vez suenan más cercanas. No es por ello sorprendente que Starmer tenga iniciativas que apenas provocan la disidencia. Los recortes presupuestales que amenazan dejar a los más desvalidos tirados en la cuneta de la historia han provocado justamente el rechazo interno que todavía tiene presentes los valores del partido que dio al RU el servicio público de salud.

Se teme que las vueltas en “U” del primer ministro debilitan su poder, pero tales reconsideraciones también indican que Starmer mide cautelosamente la temperatura para calar hasta dónde puede llegar. El estado del bienestar no es sustentable sin serios ajustes. Desde el gran confinamiento hay un desánimo que se manifiesta en el desempleo por razones de salud. Como Septimus Warren Smith y Mrs. Dalloway, de Virginia Woolf, no se identificaba una dolencia semejante que consistía en el estrujamiento del alma. Melancólicos y dolientes, los afectados alegan no estar en condiciones de trabajo y además hay quienes están literalmente en la calle. Cada decisión tiene efectos secundarios. Unos ganan, otros quedan como perros atropellados en el periférico.

Esto es lo que sucede con el criterio para cumplir con las condiciones para obtener ayuda del gobierno en casos de enfermedad prolongada o de personas que padecen algún tipo de limitación física o mental. Consciente de que es necesario ajustar el presupuesto, el gobierno de Starmer muestra sin embargo falta de sensibilidad con los afectados y una desconexión preocupante con 120 de sus diputados, inquietos ante las consecuencias de la austeridad entre sus electores y dispuestos a cuestionar a su líder, a quien acusan de arrogancia. Por su parte, Starmer aduce haber concentrado su energía en lidiar con la Casa Blanca, es decir, privilegiar las relaciones exteriores sobre la cuestión del bienestar.

La ira de los diputados laboristas se concentró en Morgan McSweeney, el jefe del personal en el número 10 de Downing Street. Se dice que McSweeney es quien ha dirigido el realineamiento del partido hacia la derecha. Para otros la rebelión amenaza vulnerar la mayoría parlamentaria debilitando con ello al partido.

Cualquier disminución de las seguridades del estado del bienestar será recibida negativamente. Es difícil limitar más la vida de los auténticamente desprotegidos y es tanto más difícil posibilitarla. Cada tribu exige lo suyo. Una encrucijada que definirá el mandato de Starmer.


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