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Ballymena

  • Columna de Bruce Swansey
  • Ballymena
  • Bruce Swansey

Un cielo bajo, las nubes cargadas de lluvia persistente cubren Ballymena, en el condado de Antrim en el Ulster, Irlanda del Norte. Es un pueblo de 31,205 habitantes según el censo de 2021, que lo hace uno de los siete más habitados en esa parte de la isla.

“¡Cuidado muchachos! En esa casa hay bebés”.

El centro de Ballymena no es gran cosa, aunque fue fundado en 1626 y Carlos II le otorgó la prerrogativa a perpetuidad para celebrar dos ferias anuales y tener un mercado semanal el sábado.

En los alrededores hay vestigios de fuertes circulares que datan de un tiempo remoto y en Ballymena puede adivinarse un pasado ancestral, pero lo que hoy define al pueblo son los edificios de piedra y ladrillo, las casas con ventanas semicirculares y alguna torreta, un estilo característicamente victoriano que transmite seguridad, estabilidad y confianza en el futuro.

La historia de Ballymena no difiere de la del Ulster, un territorio disputado por vikingos, normandos, escoceses, ingleses e irlandeses y pertenece a un pliegue de la historia que terminó con la insurrección de 1922, el inicio de una lenta disolución imperial cuyos estertores abarcan el siglo XX.

“Y esa familia, ¿es de aquí o foránea? Porque si no son locales ¡que se vayan por donde vinieron!” La señora suelta una bocanada de humo y cierra su ventana.

Junto con los seis condados que constituyen Irlanda del Norte, Antrim siguió formando parte del Reino Unido (RU) que actualmente incluye Gales, Escocia, donde alienta el nacionalismo separatista, e Irlanda del Norte, un territorio reclamado por los nacionalistas que desean la integración de Irlanda y los unionistas que se aferran a su identidad británica.

“Son unas putas sanguijuelas”, ladra el encapuchado.

Desde la independencia de los 26 condados que constituyen la República Irlandesa, el norte ha sido un polvorín donde la existencia cotidiana se ha librado en un escenario bélico, traspasado por la animosidad beligerante. Entre la década de los sesenta y los ochenta, el conflicto armado recrudeció perpetuando el encuentro entre dos comunidades segregadas cuyas heridas se mantienen esmeradamente frescas.

“Mucho derecho humano, ¿y nosotros? ¿Nosotros qué?” El hombre intenta subirse el pantalón pero la voluminosa barriga es un escote insuperable. Rojo por el esfuerzo, resopla y farfulla.

“Nos han invadido. Se nos han echado encima”.

Los sindicalistas de clase trabajadora, desempleados a menudo por inclinación personal, se sienten sobrecogidos.

La firma del Tratado de Belfast en 1998 trajo la paz siempre precaria en un ambiente en el que las comunidades debían aprender a convivir y valorar los beneficios de existir sin miedo a la delación y a que en cualquier momento suceda un acto que renueve la violencia. El trauma de la guerra, una clara secuela del imperio británico donde quiera que impuso su dominación, requiere un proceso paciente que lave la violencia. El objetivo del Tratado se ha cumplido, aunque no sin tropiezos.

El más reciente no obedece a la continuada disputa entre nacionalistas y unionistas, sino a jóvenes que no tienen otro porvenir fuera de la rijosa impaciencia que los acicatea a rechazar cuanto consideran distinto de su identidad protestante y británica. Desde la metrópoli semejante actitud implica una distorsión problemática de lo que implica ser inglés, una vergüenza costosa, pero mientras haya una comunidad que se asuma británica el RU debe garantizar sus derechos.

El pasado lunes 9 el zafarrancho estalló en Ballymena en una zona unionista para vengar el supuesto intento de violación atribuido a dos adolescentes miembros de la comunidad “Roma”, que designa a los romaní, contra quienes en Irlanda hay un prejuicio añejo. También se les identifica como gitanos o como “viajeros”, gente sin dirección fija.

Los justicieros irrumpieron en la calle donde se concentran los romaníes en Ballymena, un pueblo que, por cierto, emplea trabajadores que provienen de distintos ámbitos. Los filipinos, por ejemplo, proveen enfermeras y paramédicos, asistentes domésticas y cuidadores de ancianos. Los polacos, albañiles. Como el resto de Europa, Ballymena también depende de trabajadores foráneos.

Según The Guardian , en Irlanda del Norte los inmigrantes apenas representan el 3.4% de la población. Comparado con Inglaterra y aun con Escocia y Galés, es muy poco. Sin embargo, los irlandeses del norte se sienten invadidos y su presencia causa resentimiento. Para los oriundos, los foráneos se aprovechan de los recursos y se involucran en actividades criminales ante la indiferencia de las autoridades.

“Yo ya no me siento segura en la calle” dice una prójima, “con esos fulanos midiéndome con ojos glotones”.

En unas horas la calle está en llamas, hay restos chamuscados, vidrios rotos, coches destrozados. Los héroes del momento se hacen de los despojos para arrojarlos contra la policía. Un hacha sale volando hacia uno de ellos mellándole el escudo, mientras el adolescente belicoso huye brincando de alegría.

Es extraño que los protestantes y los católicos hagan causa común, pero en Ballymena se unen para rechazar la violencia.

“Aquí tenemos industria agropecuaria y manufacturas y empleamos mucha gente diversa”, dice una mujer sujetándose las gafas.

Lo que es notable en este estallido de violencia que tres días después se expandió a Portadown (donde cinco días después seguían los disturbios) y otras poblaciones, es la rapidez fulminante con la que estos jóvenes se reúnen para distraer el tedio. Es como si hubieran sido convocados para recibir un premio. Son jóvenes invitados por las redes sociales para ejercitarse un rato.

“Vamos a mameluco nalgas”, dice uno jocoso.

“Aquí tenemos un acento distintivo, escocés del Ulster. Y yo oí acentos de Belfast o ingleses, gente que no es de aquí y que da la imagen del Ulster retrógrado y racista. No es así”.

El hombre voltea alrededor para cerciorarse de que ningún conocido lo escucha.

“Si yo quisiera invertir, después de estas imágenes no arriesgaría un euro en Ballymena”, dice otro vecino que se apresura con la compra.

Evidentemente los maleantes no hablan en nombre de los residentes, quienes los rechazan recordando los años álgidos del conflicto paramilitar. Cualquier cosa es mejor que vivir bajo la sombra ominosa de los defensores de la pureza.

“Creí que habíamos superado la era de los encapuchados. Yo no quiero que mis hijos vivan así”, comenta una mujer joven a punto de echarse a llorar.

El lunes por la noche la anarquía cesa dejando tras de sí huellas humeantes.

“No hay un presupuesto adecuado para garantizar el orden", afirma un viejo que mira los vidrios estrellados de su casa. Hay otros ancianos locales que han vivido allí toda la vida.

Varios vecinos aterrorizados cuelgan banderas británicas con la esperanza de que el trapo los proteja de la ira de los encapuchados. Algunas familias se refugian en los áticos sin calcular que podrían morir quemadas.

Las casas han quedado inhabitables. Algunas ardieron y otras están destrozadas, por lo cual es necesario encontrar dónde acoger a las víctimas. La solución es alojarlas en un centro deportivo.

“No le puedo decir cómo me siento. Yo nada más quiero trabajar”, dice un hombre.

Dejar la casa o enfrentar el odio desatado de quienes se toman lo que según ellos es la justicia en sus manos. Sabe que las fuerzas del orden son incapaces de frenarlos, aunque no se necesitaría más que revisar las redes y actuar en consecuencia. Esto requeriría contar con unidades entrenadas en la lucha contra cuerpos de choque inmediatamente disponibles y capaces de actuar con rapidez.

El jefe de la policía declara en el noticiero: “Esto es racismo puro y duro”. ¿No hay un motivo político? Ninguno. Para salir a destruir no hace falta. Además, está la sensación de ser poderosos, de hacer lo que se les dé la gana, el subidón de la adrenalina y la testosterona a todo lo que da. Una sensación de plenitud que contrasta con el aburrimiento diario, el malestar de vivir, la marginalidad dentro de RU y el rechazo de la República Irlandesa, una comunidad angloparlante y protestante, blanca, con todos los fueros y privilegios para ocupar mejor sitio social. Son los vástagos de los olvidados. Son los que se sienten defraudados por el gobierno que los ignora, quienes odian a los extranjeros, peor si no son blancos.

El rechazo del vandalismo es unánime. Súbditos y ciudadanos, protestantes y católicos, norteños y sureños, lamentan este tipo de acciones.

“Es una protesta anti inmigrante de corte abiertamente racista”, reitera el jefe de la policía que deberá enfrentar tres días de violencia y 15 policías heridos en el curso de la expedición punitiva que, además, introduce un elemento de movilidad estratégica para dividir y confundir al orden. Estos jóvenes actúan materialmente lo que los “tecbrós” hacen con el mundo: destruid que algo quedará. Los chicos se mueven con enorme velocidad y eficacia para jugar a las escondidas con la policía que se ve limitada. El ataque se ha vuelto múltiple y fluido.

El centro deportivo en Larne, a media hora de Ballymena, está designado para acomodar a las víctimas.

“Sí, asimismo” dice la señora filipina, “ya nos vamos porque no quiero estar en la calle después de las seis”.

La mujer sonríe. Tiene la amabilidad de las víctimas.

Gordon Lyons, ministro de comunidades, cultura y medioambiente de Irlanda del Norte, miembro del Partido Unionista Democrático (partido al que Brexit arruinó al mostrar su incompetencia) decide comunicar en las redes sociales el desfile de las víctimas. Los atacantes acuden raudamente a destruir el centro deportivo. En unas horas, el refugio queda inutilizable. En Belfast, Lisburn, Coleraine, Carrickfergus y Newtownabbey han ocurrido acciones similares. De Antrim a Armagh hay manifestaciones contra la inmigración que terminan violentamente.

“Las redes sociales proporcionan una manera siniestra de entretenimiento”, señala un observador.

Y es verdad: la rapidez fulgurante con que se mueve esta chusma revela un poder de organización notable. Las redes congregan un encuentro de afinidades donde se ventila el odio y la frustración de ser poca cosa y, lo más importante, los vándalos forman un club de partemadres. No hay nada espontáneo aquí, sino el resultado de una acción concertada que expresa la exasperada frustración de los chicos. Una vez elegidas las víctimas lo demás rueda precisamente.

Lo aterrador es la capacidad de movilización detrás de estos estallidos controlados. Su motivo parece ser destruir lo más posible en el menor tiempo posible, lo que recuerda la moral de los “tecbrós” avezados en destruir lo que llaman el statu quo. Esto es lo que intentaba hacer Musk en Washington. Para nacer hay que romper el mundo, escribió Herman Hesse. Los vándalos no lo han leído pero lo que hacen es literalmente destruir el mundo incapaces de reemplazarlo. Es una destrucción ciega.

“Están arruinando el lugar por nada", dice una chica consciente de que la justicia no tiene ninguna relación con los hechos.

“Nada”, sin embargo, es el rencor acendrado de saberse impotentes y de esforzarse en disimularlo mediante el ataque a las minorías. “Nada” es la sucesión de los días, uno idéntico al otro porque no se tienen educación ni imaginación para romper la postración que disuelve la existencia en un charco inerte. “Nada” es el fardo de una clase social hundida en el odio, una energía que podría emplear de otra forma. Pero estudiar no tiene caso y trabajar menos.

Keir Starmer, el primer ministro británico, condena estos actos que al final dejaron oficialmente 32 heridos.

“Aquí no los queremos", dice una camarada que se tapa cuidadosamente el rostro.

Todos son mozos aguerridos pero su valor depende de escamotear su identidad como si en lugar de conquistar la gloria asaltaran un banco.

Después del siniestro en Larne, el ministro Lyons es severamente criticado incluso por funcionarios del gobierno. Michelle O'Neil, primera ministra de Irlanda del Norte, condena la acción y pide su renuncia. Lyons se niega: su intención era hacer accesible esa información a las víctimas, no a los victimarios. Los espectadores se preguntan si el ministro es imbécil o si está en componendas con los criminales, pero en cualquier caso Lyons es inepto. Él no lo cree así y disputa el derecho para exigirle la renuncia.

Ballymena es el signo de la capacidad de organización de la infame y ágil turba para amenazar eficazmente el orden desde adentro. Estos jóvenes alejados de la ideología y alimentados por el rencor, son mercenarios del tedio que pueden moldearse en una guerrilla urbana cuyo centro neurálgico está en las plataformas digitales. La conectividad prometida se ha convertido en la belicosidad programada y los defensores de la libertad ubérrima de expresión, los nuevos administradores del rencor.


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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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