
En México el miedo anda suelto en partes de la sociedad mexicana que, durante mucho tiempo, contaron con protecciones diversas frente a éste. No es nuevo el que los gobiernos usen el miedo para conseguir la obediencia de los gobernados. Lo novedoso, durante el gobierno actual, es que su uso ha aumentado significativamente para un segmento de la población para el que había sido acotado por varias décadas. Me refiero a las clases altas y media altas.
El miedo como instrumento de control político en México ha operado históricamente a través de la aplicación discrecional de la ley y, muy particularmente, de la aplicación discrecional del castigo en caso de violación (real o no) de ésta. El temor, siempre latente, de experimentar el rayo del castigo estatal con razón legal o sin ella ha sido un muy poderoso instrumento para inhibir conductas contrarias a los intereses de los gobernantes en turno, así como para, en alguna medida, mantener la gobernabilidad.
Nada de esto es novedoso, en especial para los segmentos mayoritarios con menores recursos. En México, los pobres siempre han estado a la intemperie frente al poder estatal. Lo nuevo, desde julio de 2018, ha sido el uso proactivo y generalizado del miedo para conseguir silencio u obediencia de personas de ingresos medio-altos y altos. Es innovador, pues si bien estos sectores nunca han estado exentos del rayo flamígero del castigo discrecional, durante las últimas décadas, habían disfrutado de diversos mecanismos de protección para ejercer con bastante tranquilidad sus libertades jurídicas y sus privilegios extralegales. Destacan entre ellas: gobiernos marcados, desde fines de los 1990s, por la ausencia de grandes mayorías electorales y lidereados por tecnócratas que provenían de sectores de élite; promesa tácita de impunidad amplia para las élites siempre y cuando no se opusieran directamente al gobierno, y fuerte dependencia del poder político de las élites en términos de inversión, así como de legitimación.
Con el triunfo electoral avasallador de López Obrador y su movimiento en 2018 disminuyó la necesidad del gobierno de pactar impunidad general con las clases pudientes a cambio de apoyo. También se redujo el valor de las élites intelectuales como legitimadoras del poder político. Por último, aunque no menos importante, llegaron al poder nuevas personas con menos conexiones de larga data con los de arriba. Todo ello ha generado un nuevo modelo de relación con los pudientes cuyo rasgo más distintivo ha sido el retiro del manto de impunidad generalizado del que antes habían gozado. Claramente esto no quiere decir que la impunidad en nuestro país se haya terminado. Solamente que, desde 2018, el uso selectivo y discrecional de la justicia también incluye a los que antes se consideraban intocables.
Conviene enfatizar que la amenaza de uso del castigo discrecional se ha dirigido no contra grupos, sino contra personas específicas. Ello ha limitado la acción colectiva de los sectores de élite vs el gobierno y ha permitido una estrategia de precisión personalísima para inhibir conductas no deseadas (uno de los mejores ejemplos en este sexenio son las “filtraciones” de las investigaciones de la Unidad de Inteligencia Financiera, UIF). Importa también subrayar que su uso ha sido fundamentalmente disuasivo. Se ha ejercido, en la práctica, relativamente poco y se ha enfocado en individuos emblemáticos de ciertos subgrupos de élite con la finalidad, sí, de desactivar resistencias en nodos poderosos dentro de esos segmentos sociales, pero además y centralmente para comunicarle al resto de las élites que la amenaza para todos sus integrantes es real y creíble (sirva como ejemplo el que el abogado de las antiguas élites, Juan Collado, se encuentra preso desde julio de 2019).
Desde una idea de justicia anclada en el resentimiento y la venganza, la ampliación del castigo discrecional a los individuos pertenecientes a los sectores de élite pudiera ser visto como un avance. Dado que el empleo discrecional del castigo vs personas pudientes no parece ser parte de una estrategia sistemática para combatir la corrupción o el privilegio, esta suerte de “democratización” hacia arriba del castigo discrecional lo único que ha hecho es debilitar aún más los frenos del Estado mexicano para atropellar los derechos de todas y todos. Muy especialmente, como tan poderosamente argumentó Judith Shklar en su El liberalismo del miedo, del derecho más fundamental de los ciudadanos para poder ejercer efectivamente el resto de sus derechos: el derecho a vivir libres del miedo.
El único posible efecto positivo de todo esto es que los segmentos de élite pudieran terminar apuntalando la transición a un régimen de derechos general como única protección frente al temor generado por la decisión del gobierno actual de dejar de exentarlos de la aplicación discrecional del castigo. Hay signos en este sentido, pero falta ver qué tanto cuajan.