El escepticismo, solo o en las rocas, es la marca de la casa; la noción que reza “no tenemos remedio” es la constante con la que envolvemos a quien se proponga o proponga realizar algo para incidir benéficamente en los negocios nos son comunes. Con argumentos, por darles algún mote, del tipo: va a pasar lo de siempre; por más que lo intenten, los que deciden son los mismos, unos que no vemos; o lo profundo es constantemente idéntico, terminan por contentarnos con simulaciones. El diagnóstico, no tenemos remedio, se vuelve sentencia y su efecto natural es esta especie de fatalidad auto administrada: hagamos lo que hagamos, legislemos lo que legislemos, anhelemos lo que anhelemos, los resultados serán puras variaciones del estado previo, ése que pretendíamos mudar contundentemente.
No llegamos a esta condición de incredulidad por necios o por una ancestral cortedad de miras, digamos, para simplificar, que un siglo de topar con la pared inexpugnable que son los gobiernos nos ha enseñado que daña menos a nuestra autoestima la desconfianza, que entregarnos al optimismo, por más sobrio y documentado que éste procure ser; para los mexicanos es un valor social más alto tener la opción, llegado el momento, de pregonar con el mentón elevado: ya ven, se los dije, que comprometerse activamente con una causa que implique modificar las taras de nuestro ser colectivo. No está en el catálogo del activismo una explicación como: falló lo que intentamos, pero aun así ganamos cosas que terminarán por beneficiarnos; si a alguien se le ocurriera declarar semejante cosa, de inmediato el coro que suele entonar el estribillo “no tenemos remedio” aparecería y entre líneas deslizaría el mensaje, molto vivace: sólo los tontos se meten a tratar de redimir lo irredimible. Esto, así luzca como caricaturización del cliché, ha conseguido que los que medran con la corrupción, con la impunidad imperante y con el abandono del espacio público, celebren y fomenten las actitudes individuales que descreen de lo colectivo; sin embargo, no se han extinto los tercos que opinan lo opuesto, los que se emocionan por hacer comunitariamente y que los estimula fijarse objetivos que tengan sentido para la sociedad, a pesar de los sacrificios personales que supongan.
Por si no bastaran los conflictos evidentes que nos corroen, añadimos la tensión que genera el desestimar a priori todo acto de intervención en los asuntos del colectivo; quienes se animan a proponer y se inmiscuyen no sólo deben navegar para sortear los escollos que el sistema político, económico y jurídico tiene montados para ahuyentar intrusos, sino que deben aguantar juicios sumarios: todo es estéril, y si afanarte en lo inútil te produce algún grado de satisfacción, significa que no entiendes nada; lo que al cabo es paradójico: quien desde cierta idea de ser crítico, montado sobre la vía de los medios de comunicación, sostiene que no hay remedio, en realidad lanza un bumerang que una y otra vez vuelve y lo golpea: la crítica tal como la sufrimos consiste en predecir el futuro vulgar desde extrapolaciones simples, inerciales, lo que no es sino un modo de perpetuar el estado de cosas, quizás para que lo criticado persista, porque si no, luego qué vende aquel que critica.
Pero en vez de preocuparnos por la parálisis a la que muchos de los profesionales del análisis convocan, quizá deberíamos atarearnos en ser críticos de la crítica; por ejemplo, oponiendo preguntas a los sucesos cotidianos, pensemos en el Sistema Anticorrupción: no son pocos quienes aseguran que no servirá para lo que su nombre indica, entonces, ¿qué haríamos, cada uno, para cesar la corrupción? Y, ¿es practicable? (No se puede responder: decapitaría a los corruptos). A partir de intentar responder, a lo mejor podríamos apreciar no únicamente lo que tantas y tantos hacen con intención colectiva, sino lo que en efecto hemos logrado, con todo y las ingentes broncas que nos agobian, sumado el individualismo que corroe.