De los partidos políticos se dicen muchas cosas malas; la gente, buena parte de ella, los considera la concreción de las fallas que el sistema político acusa, ésas que nos tienen viviendo inseguros, envueltos en un remedo de la democracia, ajenos a las decisiones de gobierno que nos afectan cotidianamente. En los partidos atestiguamos el inicio de la adulteración del erario y del poder y de la justicia; desde ellos comienza a torcerse el principio que está en el origen de la idea colectiva que llamamos México: la igualdad; han hecho todo lo que está a su alcance, y lo que no han tenido a la mano lo han acercado a la fuerza, para circunscribirse con sus actos a la parte alta de la tabla socioeconómica; las decenas de millones de pobres que se debaten en una nación que está entre las primeras veinte economías del mundo son testimonio de que hay un arriba y un abajo consistentemente perpetuados, y los partidos, por méritos propios, son la vasija hacia la que escurre buena parte del encono. La encuesta 2016 de Jalisco Cómo Vamos nuestra que los tapatíos, hombres y mujeres, confían menos en los partidos políticos que en las policías o en los ministerios públicos.
No faltarán puristas de la ciencia política que den con circunvalaciones para evitar caer en la fórmula causa-efecto: los partidos como semilla, y la pobreza y la injusticia y la inseguridad como fruto; es decir, no culparán a los partidos por las condiciones que son consecuencia de problemas complejos, unos imputables a taras locales, actuales e históricas, otros, secuela de la impetuosa y ciega globalización. Sí, aunque aceptar lo anterior no implica que los partidos sean plumas al imperio del arbitrario viento político y económico; en todo caso, es una invitación a puntualizar indicadores que apunten a dar cuenta del porqué de la ojeriza que provocan.
Aunque antes toca hacer una pregunta cuya respuesta pudiera ser relevo de prueba. “Los partidos políticos tienen como fin promover la participación del pueblo en la vida democrática, contribuir a la integración de los órganos de representación política y como organizaciones de ciudadanos, hacer posible el acceso de éstos al ejercicio del poder público, de acuerdo con los programas, principios e ideas que postulan y mediante el sufragio universal, libre, secreto y directo, así como las reglas para garantizar la paridad entre los géneros, en candidaturas a legisladores federales y locales.” (Así reza la Constitución) Si los partidos se aproximaran a esta reseña, ¿cómo es qué existen tránsfugas que abjuran de ellos, de sus formas, de sus repartos facciosos, para buscar alzarse con el poder desde la vía “independiente”? Quizás porque los partidos están al servicio de camarillas que por fin único tienen acceder al poder crudo y autorreferencial, y a su pernicioso concomitante: el dinero; insisto, es nomás un quizás.
Pero estábamos por enunciar una especie de guía para identificar indicadores que expliquen por qué tan pocas personas confían en los partidos; podemos dar con ellos a partir de cuestionarnos. De los gobernantes que se adornan con sus siglas (las que sean), ¿cuántos están como para presumirlos?; según la fórmula costo-beneficio, ¿el presupuesto público que reciben se concreta en productos buenos y el pueblo los identifica?; ¿merced a los partidos, las personas del común acceden al ejercicio del poder público? Y una más: ante la tan contundente opinión pública que les hace reclamos agrios, ¿los partidos se hacen cargo y mudan su hacer? Que cada cual responda y valore, pero que luego mire a ciertos “independientes”: ¿en verdad basta renegar de un partido para desuncirse de los modos que lo singularizan? Al cabo, los partidos son la fatalidad de nuestra democracia: si dejaran de existir nos matamos, y si perviven también. Los partidos son como una infección, si los ignoramos nos consumen, y si los reconocemos debemos asumir que nos minen asiduamente desde dentro.