Todos tenemos un relato que podría comenzar: érase una vez la inseguridad pública; digo todos para justificar que use un incidente personal del jueves anterior. Convocamos a una reunión de trabajo en una oficina en la colonia Jardines del Bosque, en Guadalajara, a un grupo de enterados del devenir contemporáneo de Jalisco; la inseguridad era el tema inevitable por su terca tendencia a empeorar y por su capacidad para lastrar la vida social, económica, cultural y política en el estado.
En esto estábamos cuando alguien entreabrió la puerta, hizo señas a uno de nuestros compañeros y éste dejó la sala; diez minutos más tarde volvió, apresurado: a punta de
pistola acababan de robar la camioneta a quien hizo el favor de llevarlo, apenas a veinte metros de la mesa en la que dialogábamos; la camioneta le pertenecía, se fue para hacer la denuncia.
La anécdota es ordinaria, no merecería atención periodística. Lo que vale la pena comentar es el sentimiento que se instaló en quienes convocamos y en quien conducía el ejercicio (porque eligió el sitio): culpa; durante un rato, culpa fue la sensación predominante; pesaba el acontecimiento como si nosotros lo hubiéramos provocado, hasta que dijimos, nomás eso faltaba: la gente paga el costo de la inseguridad y de la violencia (miles con su vida, millones con su patrimonio y con la merma de su bienestar) y por si no bastara, con la actitud que tomamos al sufrir los actos de los criminales parecemos eximir a los responsables, a los causantes: los robos a mano armada, los asesinatos y todas las otras violencias deben estar en la cuenta de las autoridades, por la impunidad que auspician.
La ocurrencia cotidiana de crímenes conduce a que normalicemos la violencia, esto nos impone adaptarnos al ambiente peligroso, por ejemplo, gastando en nuestra seguridad, y, al parecer, lo propio ahora es asumir una dosis de remordimiento culposo por lo que pasa. Ya podemos prefigurar un ciclo: suceso-normalizar-adaptarse-autorrecriminarnos-culparnos-suceso-normalizar- … etc.
Como vivimos en una democracia, la esperanza amaga a cada renovación de gobierno, pero dura hasta que el nuevo comienza a parecerse a los conocidos. Con la presentación del Plan Nacional de Paz y Seguridad 2018-2024, el miércoles anterior, la presidencia entrante de la República no prende muchas luces y apaga varias. Consideremos una fracción, p. 12, el proceso esbozado para desmovilizar, desarmar y reinsertar a los maleantes, que incluye ponerles “condicionamientos claros: plena colaboración con la justicia, manifestación inequívoca de arrepentimiento y reparación del daño.”
Es tremendo eso de obligarlos a manifestar inequívocamente su arrepentimiento, pónganse a temblar, malhechores.
Cómo hará el gobierno para llevar a tanto malviviente a esos extremos; el documento plantea la pregunta, y responde:
“¿Qué ofrecer a los delincuentes para que dejen de delinquir?
En primer lugar, un aumento de esperanza de vida: los integrantes de las organizaciones criminales suelen morir jóvenes y de manera violenta, y ensanchar las perspectivas de la existencia resulta una posibilidad que casi todo mundo ambiciona.
En segundo lugar, la posibilidad de llevar una vida tranquila y sin sobresaltos; en tercero, la posibilidad de que encabecen negocios legales y regulares. En cuarto, alcanzar la respetabilidad social.”
Unas páginas antes el Plan exhibe de lo que son capaces ésos a los que el gobierno quiere desmovilizar: en doce años, 200 mil muertos, 37 mil desaparecidos, “un número difícilmente calculable de desplazados por la violencia” y un monto anual para el lavado de dinero de 30 mil millones de dólares. ¿En cuánto tasarán los miembros y socios del crimen organizado la “respetabilidad social”? Parece que en el corto plazo no
podremos dejar de sentir esa culpa impropia; qué pena que a nuestro colega le robaran la camioneta, si no lo hubiéramos invitado…
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Esa traidora, la culpa
- Columna de Augusto Chacón
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Augusto Chacón
Jalisco /