La semana pasada la Corte Suprema de Estados Unidos emitió tres sentencias profundamente regresivas con los derechos fundamentales. En un lapso de dos días, la nueva integración conservadora determinó que las universidades no pueden utilizar acciones afirmativas por razón de raza en sus procesos de admisión, que ciertos comercios pueden negarse a prestar servicios a personas LGBTI+ si consideran que hacerlo vulnera su libertad de consciencia, e invalidó la decisión del gobierno federal de condonar préstamos estudiantiles otorgados a unas 40 millones de personas.
Estos fallos detonaron duros cuestionamientos sobre la legitimidad de la justicia constitucional, incluso al interior de la Corte. En sus votos disidentes, las juezas Kagan, Sotomayor y Jackson subrayaron que la Corte había excedido, en todos los sentidos, los límites que le impone su rol en el sistema constitucional norteamericano. Recordaron que el papel de la Corte no es opinar sobre cualquier cuestión legal en abstracto, ni erigirse como un órgano fiscalizador sobre los otros poderes, sino resolver controversias concretas. Señalaron que no les corresponde a las cortes decidir cuánta regulación es demasiada, ni intervenir en los procesos políticos, sino velar imparcialmente por la vigencia de la Constitución. De lo contrario —afirmaron las juezas— la justicia constitucional se degrada en “un peligro para el orden democrático”.
Por su parte, el presidente Biden afirmó que la sentencia sobre acciones afirmativas desconoció décadas de precedentes judiciales. Manifestó que no podían permitir que este fallo tuviera la última palabra, y cuando le preguntaron sobre la legitimidad de la Corte, señaló que esa “no era una Corte normal”.
Las sentencias de la Corte norteamericana representan un capítulo más del movimiento conservador que llevó a revocar el derecho a la interrupción del embarazo consagrado en Roe v. Wade. Al igual que entonces, son muestra de que, con las victorias electorales de la derecha, conquistas que parecían irreversibles están bajo asedio, particularmente los derechos de grupos históricamente discriminados como las minorías raciales y las personas de la diversidad sexual.
Pero además, estos hechos ilustran un debate más amplio y que se está planteando en muchas partes del mundo —Brasil, Argentina, Israel o India, por mencionar otros ejemplos— sobre cuál debe ser el papel de los tribunales constitucionales en la democracia.
Sin lugar a duda, los tribunales constitucionales ejercen una función delicada para el equilibrio democrático. Con frecuencia revisan decisiones adoptadas por amplias mayorías legislativas, con el respaldo de millones de ciudadanos y ciudadanas y —en ciertos casos— sobre los asuntos políticos más controvertidos en nuestra sociedad: elecciones, igualdad, economía, desarrollo, seguridad pública, educación, salud, libertades, etcétera. Cuestiones en las que, además, existen diferencias profundas, apasionadas y sinceras en el debate público, y que tocan los aspectos más sensibles en la vida de la gente.
En tal sentido, en muchas partes del mundo se cuestiona hasta qué punto resulta legítima la función de los jueces constitucionales cuando se pronuncian sobre políticas públicas que, de invalidarse, dejarían sin efecto la voluntad expresa de las mayorías populares —sobre todo cuando no está en juego el ejercicio de los derechos humanos.
Lo cierto es que los tribunales constitucionales juegan un papel fundamental para la democracia. Su labor es indispensable para hacer realidad los anhelos de igualdad, libertad y dignidad que muchos pueblos compartimos. Sus decisiones permiten pacificar el conflicto político y, en ocasiones, son la última esperanza para quienes llevan décadas en busca de justicia.
Con todo, su legitimidad democrática no depende del resultado de las urnas, sino de su capacidad de resolver con argumentos robustos y en congruencia con sus precedentes. Con apego a los principios constitucionales y la doctrina, tomando en cuenta el derecho comparado y la mejor evidencia disponible. Mediante razones públicas, legítimas y persuasivas, capaces de convencer incluso a quienes no comparten el resultado de sus fallos, y de despejar cualquier duda de que a su actuar lo motivan razones jurídicas y no políticas.
En una sociedad plural y diversa, en la que existen desacuerdos legítimos sobre todas las cuestiones de la vida pública, solo así resulta legítima su función. Solo así tiene sentido la labor de un tribunal constitucional en democracia.