Ana María Serrano fue asesinada en su propia casa. El pasado 12 de septiembre se encontraba sola pues sus padres habían salido de viaje. Por la tarde, su madre comenzó a sospechar que algo no estaba bien. Empezó a recibir mensajes inusuales desde el número telefónico de su hija. Angustiada por la situación, su madre le pidió a un vecino que fuera a su casa. Así fue como, en su propio hogar, encontraron su cuerpo sin vida. La necropsia reveló que murió asfixiada.
Unos días después las autoridades vincularon a proceso a su ex pareja, de la misma edad. Mantuvieron una relación de más de un año que la joven terminó. Desde entonces, él la acosaba. Ese día, las grabaciones de seguridad mostraron que realizó tres visitas a casa de Ana María. La última vez, el presunto feminicida huyó con el rostro cubierto por una máscara. De acuerdo con la Fiscalía local, el adolescente trató de enmascarar el feminicidio como un suicidio.
Ana María tenía 18 años. Dos meses atrás había empezado la carrera de medicina con el anhelo de convertirse en cardióloga. De un instante a otro, su historia cambió radicalmente, y su caso, indignante hasta los huesos, nos cimbró profundamente como sociedad.
Hoy, esa historia nos exige mirar a la cara, una vez más, nuestra dura realidad.
México es un país en el que cada año miles de mujeres son asesinadas violentamente por razones de género. A las mujeres, niñas y jóvenes mexicanas las matan en sus casas, pero también en la calle, en la escuela, en el campo. Las matan sus parejas, pero también sus hermanos, sus padres, sus amigos. Y las matan, también, perfectos desconocidos que simplemente desprecian a las mujeres por el mero hecho de existir.
La violencia de género no surge por generación espontánea. Es producto de una cultura misógina que desprecia el valor de las mujeres y su papel en sociedad. Que enaltece la idea de un hombre violento, sin límites, que no tiene que pedir perdón ni permiso para acercarse a una mujer, para tocarla, para acosarla ni violarla. Que romantiza las relaciones abusivas, el machismo tóxico, las amenazas y el hostigamiento. Una cultura que se cultiva y propaga de generación en generación, y que no hemos sido capaces de frenar.
Que no quepa duda: esta cultura mata. Todos los días nos quita a más de 10 mujeres. Todos los días destruye sueños, esperanzas, ilusiones. El pasado 12 de septiembre nos arrebató a Ana María.
Ya basta. Esto es inaceptable y no puede continuar. Acabar con la violencia de género es una urgencia. Una cuestión de dignidad y derechos. Las mujeres llevan décadas exigiendo justicia, y poco o nada ha cambiado. En este país siguen matando mujeres impunemente cada día, sin que las familias conozcan la verdad, sin que obtengan reparación. Eso tiene que cambiar.
Debemos combatir el feminicidio. Debemos asegurar que los perpetradores sean llevados a la justicia. Debemos garantizar que los casos se juzguen con perspectiva de género. Que las víctimas tengan verdad y reparación. Que se escuchen sus gritos de desesperación y se atiendan sus demandas de justicia.
Pero no podemos quedarnos ahí. Si queremos erradicar las muertes violentas, la trata, las desapariciones forzadas, las agresiones de todo tipo, debemos condenar las expresiones que normalizan la violencia machista e imponer consecuencias cuando se difundan desde cualquier posición, pues esta cultura sexista es el caldo de cultivo perfecto para la violencia contra las mujeres.
Como sociedad, debemos afrontar este fenómeno. Basta de seguir volteando la mirada. La violencia de género está presente en todas partes y nos afecta a todas y todos. Diariamente las mujeres son agredidas, humilladas o invisibilizadas en la escuela, la familia, la calle y el trabajo. Diariamente se enfrentan con prejuicios y barreras insultantes que les impiden gozar de las mismas oportunidades que los hombres. Diariamente viven microviolencias y machismos de todas las intensidades.
A los hombres nos corresponde denunciar, condenar y rechazar. No compartir ni validar. Romper de una vez por todas con el pacto patriarcal, y contribuir para que ellas —las protagonistas de esta lucha, las que llevan décadas gritando por igualdad y justicia— terminen de tirar este sistema despreciable que por muchos años les ha negado sus derechos y violado su libertad.
Por las niñas y mujeres de este país, por Ana María, por todas ellas. Ya basta. Ni una más. Ni una menos.