La novela Los hermanos Karamázov, (1879-1880) es la culminación de la obra de Dostoievski. En ella desnuda las pasiones más oscuras y luminosas del ser humano: la ambición, la duda, la fe y la violencia. La familia Karamázov es un microcosmos donde la corrupción del padre y las luchas de los hijos revelan un mundo en crisis, un mundo que se tambalea entre la destrucción y la esperanza. Y al leer la novela hoy, no es difícil ver en México un reflejo inquietante de esos mismos dilemas. Dmitri, el hijo dominado por el exceso recuerda a un país que muchas veces se pierde en la vorágine de la violencia y el deseo inmediato, sin pensar en el mañana. Iván, con su escepticismo, es el México que ya no confía en las instituciones ni en la justicia, el México que se pregunta si existe algún orden superior que pueda sostenerlo. La frase de Iván, “si Dios no existe, todo está permitido”, resuena como un eco en las calles mexicanas, donde tantas veces parece que el crimen queda impune y que la corrupción es la ley. En esa sensación de abandono, México se parece a la casa de los Karamázov: un hogar dividido, sin autoridad moral, donde el vacío amenaza con devorarlo todo. Pero, al igual que en la novela, también hay semillas de redención. México, como Aliosha, guarda en su entraña la capacidad de creer en la dignidad humana, de tender la mano incluso en medio del caos. No es ingenuidad, sino la convicción de que sin confianza ni solidaridad no hay país que sobreviva.
Dostoievski escribió sobre Rusia, pero sus palabras resuenan en México: una tierra desgarrada entre la fe y la desesperanza, entre la corrupción y la búsqueda de justicia. Los Karamázov no son solo personajes de ficción: son espejos que nos obligan a mirar quiénes somos y qué destino elegiremos. México, como los hermanos, debe decidir si seguirá atrapado en la sombra o si se atreverá a caminar hacia la luz.
