Francisco Toledo fue un artista íntegro e integral que supo amalgamar a su labor íntima y personal de pintor, grabador, fotógrafo, ceramista, diseñador y escultor, una tarea pública de creación de espacios culturales para la colectividad. Es uno de los escasos ejemplos en México donde la estatura artística alcanza los tamaños de calidad moral en una misma persona.
Eterno insatisfecho de su propio trabajo artístico, fue también constante experimentador en materiales y temas que le ocuparon 62 años de trabajo ininterrumpido. Nació el 17 de julio de 1940 en la colonia Tabacalera de la Ciudad de México por mero “accidente” pero Francisco Benjamín López Toledo se consideró siempre juchiteco porque en aquella tierra oaxaqueña lo mismo que en Minatitlán, abrevó de experiencias infantiles y de las historias que le contaban sus abuelos. De padre comerciante y viajero, el niño Francisco y su familia fueron también nómadas. Ello le generó el impulso constante por el cambio y la apertura hacia ideas ajenas, reflejadas en su obra plenamente contemporánea, alejada de folclorismos.
No solo los desplazamientos geográficos le enriquecieron su horizonte; también los libros. Radicado en Minatitlán, a los 12 años iba a comprar libros con lo que reunía de dinero de sus domingos y ya quinceañero iba a la Escuela de Bellas Artes de Oaxaca en donde veía las fotografías de Manuel Álvarez Bravo y leía sobre José Clemente Orozco. Ese amor por la lectura y las imágenes serían la semilla que florecería para siempre. Conformó una de las bibliotecas de arte más importantes de América Latina en el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca (IAGO) hasta sumar cerca de 100 mil libros que donó al Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) en enero de 2015. Así mismo su placer por la imagen, no solo en fotos sino de gráfica en general, lo inspiró a reunir cerca de 20 mil obras que también fueron donadas.
En la edición imperdible realizada por Fomento Cultural Banamex de cuatro tomos y la impresión de 2 mil imágenes del total de siete mil congregadas sobre la producción toledana, se ubica el año de 1957 como el que marcó su paso iniciático en el sendero del arte. Se había formado en la Escuela de Bellas Artes de Oaxaca, donde acudía a las clases de desnudo y obtuvo sus primeros pinceles y óleos. Con apenas diecisiete años llegó a la Escuela de Diseño y Artesanías en la ciudad de México, donde se inició en la litografía con Francisco Castelar. Ya dibujaba su rostro y algunos animales en acuarelas que mostraría dos años después en la Galería de Antonio Souza, promotor cultural que le sugeriría acortar su nombre y dejarlo en Francisco Toledo. El joven expuso en el espacio de la calle Génova en plena Zona Rosa y después mostró su trabajo en una galería en Fort Worth, Texas. La venta de las acuarelas facilitó el financiamiento del viaje europeo que le abriría puertas.
A partir de entonces, Toledo tendría relaciones de amor-odio con los galeristas. Con Souza tuvo un alejamiento por cuestiones monetarias y luego con Alberto Misrachi y Enrique Beraha, de la Galería Misrachi, también se distanció cuando no permitió la venta de su obra el día de la apertura a mediados de los años 60. Toledo le colocó etiquetas de “vendido” a todos los cuadros, incluso a los ya apalabrados para ser adquiridos. Esta época detonó la creación de gouaches en los que prevaleció el autorretrato y la iconografía de sus zoologías eróticas en donde caballos y aves penetran a mujeres frondosas y dispuestas.
Entre Roma, París, Nueva York y México, brincó entre galerías y no perteneció a un grupo en específico. Aunque nunca se le situó formalmente en la llamada “Ruptura” —abstractos como Lilia Carrillo, Manuel Felguérez y Vicente Rojo, entre otros— fue cercano a ellos en gustos y temperamento. Lo cierto es que Toledo siempre caminó en solitario y fue un “lobo estepario” pues no encajó en cartabones, ha dicho la galerista Malú Block, codirectora (junto con Graciela Toledo) de la Galería Juan Martín que acogería su obra hasta el final de su vida junto con la Galería Quetzalli en Oaxaca.
De crítica social
Una de sus confecciones recientes que alcanzó un aire de portento fue Duelo, la exposición de cerámicas presentada en el Museo de Arte Moderno en octubre de 2015. Y hablamos de esa cualidad de prodigio porque cuál podría ser mayor reto que el logrado por Toledo: dar belleza a la atrocidad de la muerte, pero no ese final calmo y en paz que muchos quisiéramos para naturaleza propia sino aquel cargado de violencia, saña, y desesperanza ante la maldad y la injusticia. Sí, el ceramista jugó con la amalgama de fuego y tierras para darle vida a vasijas, platos, murales y esculturas en torno de los desparecidos, desorejados, asesinados en nuestro maltrecho México.
Tras una ausencia de 35 años en el campo de la cerámica en alta temperatura, desde que en 1980 había experimentado con estos materiales de barro, el artista retornó a la materia prima que viene de la tierra y trabajó en la ciudad de Oaxaca en el Taller Canela del ceramista Claudio Jerónimo López. Trajo a las salas del museo lo que no queremos ver por doloroso o porque simplemente ya no observamos de tan cotidiano que resulta en la vida violenta del país. Cuerpos, calaveras, urnas, cadenas y mordazas conformaron una escenificación mortuoria para metaforizar el presente que sí se nombra pero no se sana o al menos se exorciza con el arte. Porque con este Duelo, Toledo no solo denunció a su manera el despropósito de la violencia que asesina hombres, mujeres, niños, animales y naturaleza sino que realizó mediante el fuego un rito de purificación que tal vez pueda aliviar el sufrimiento.
Con la misma carga de denuncia, de la cerámica posó sus manos en los papalotes. Primero diseñó esténciles para volantines y libretas con los que apoyó al Taller Arte de Papel Vista Hermosa, en San Agustín Etla que él mismo creó. Luego los elefantes y chapulines allí impresos se tornaron en los rostros de los 43 estudiantes de Ayotzinapa que volaron en papalotes, dando metafóricamente un vuelo de esperanza y libertad a una deuda histórica de justicia para los gobiernos que no han podido dar cauce a la investigación ni castigo a los culpables. Para Toledo, el llevar a los aires el rostro de los muchachos era una manera de compensar aquella infructuosa búsqueda de sus cuerpos enterrados. “Si se les busca bajo tierra, también hay que buscarlos por los aires”, declaraba Toledo, confiado en que seguirían con vida. Y no será extraño que permanezca en nosotros esa imagen en fotografía de él corriendo con un papalote alzando al vuelo, sonriendo.