Para Voltaire la ironía fue, más que un estilo, un método. El filósofo francés se valió de este recurso para atacar el fanatismo, la credulidad y la intolerancia, que son, a fin de cuentas, males de todas las épocas.
Su célebre novela Cándido puede leerse como un tratado irónico. En sus páginas, Voltaire se burla de los nobles que nunca actúan con nobleza; de los filósofos dogmáticos que no filosofan; ataca a los clérigos que pierden la santidad en las faldas de las prostitutas y a los fieles que se santiguan mientras roban. Voltaire vapulea a los escolásticos cuya lógica se torna inútil cuando hay que enfrentar la complejidad del mundo real, y le declarara la guerra a su propia civilización, enamorada de sí misma e ignorante de la grandeza de otras. En su Diccionario Filosófico podemos rastrear la misma tentativa. Nos encontramos frente a un prontuario de la ironía, en donde cada término es un pretexto para ridiculizar, de manera brillante, todo aquello que le parece absurdo, incluso cuando se trata de algo sagrado. Por ejemplo, para definir el alma, declara:
“Llamaremos «alma» a lo que anima y «gracias» a los límites de nuestra inteligencia, y eso es todo lo que sabemos. Las tres cuartas partes de la humanidad no van más allá y no se preocupan en absoluto del ser pensante, y el otro cuarto lo busca, pero nadie ha encontrado nada, ni lo encontrará jamás”.
Esto mismo ocurre en las Cartas filosóficas, en las que, con un tono irónico, Voltaire enaltece la tolerancia inglesa frente a las guerras religiosas que se padecen en el resto de Europa (especialmente en Francia). En estos manuscritos también ironiza acerca de las que llama sectas. De la Sociedad Religiosa de los Amigos –o Cuáqueros– comenta que: “William Penn estableció el poder de los cuáqueros en América, y les hubiera hecho respetables en Europa, si los hombres pudiesen respetar la virtud bajo apariencias ridículas”; de los anglicanos señala que “están casi todos casados y la torpeza contraída en la universidad y el poco comercio que tienen aquí con las mujeres hacen que de ordinario un obispo sea vea forzado a contentarse con la suya”; de los presbiterianos menciona: “como los sacerdotes de esta secta no reciben de sus iglesias más que diez diezmos muy mediocres y, por consecuencia, no pueden vivir con el mismo lujo que los obispos, han adoptado el natural partido de clamar contra los hombres que no pueden alcanzar”.
Aunque muchos agradecen la ironía de Voltaire, se le ha acusado de arrasar todo a su paso sin comprometerse con la tarea de elevar cosas mejores y colocarlas en lugar de aquellas que critica. El filósofo derriba ídolos, pero deja al ser humano inerme y con la angustia del espacio vacío. En su defensa debo decir que Voltaire nunca quiso ser el padre fundador de una nueva doctrina. No buscó, como un Descartes, elevar al mundo con las reglas de su método como pilares. Voltaire de hecho ironiza sobre este intento: “Descartes nació para descubrir los errores de la antigüedad (…), para sustituirlos por los suyos”.
Pienso que la labor de un filósofo irónico como Voltaire no es fundar una religión laica —con su comitiva de fieles, sus reliquias y su inquisición—, ni asentar una seguridad inconmovible o un nuevo dogma. Su misión es desestabilizar el sentido común y combatir los fanatismos y credulidades de su momento histórico. Es común que otorguemos más mérito a aquellos que crean nuevas doctrinas que a quienes desmontan las que resultan inservibles; preferimos a los filósofos fundadores que a quienes ironizan acerca de ellos. Esto puede tener una buena razón: es natural sentir que hace falta un principio rector durante momentos de transición social, cuando la confusión y el caos gobiernan a sus anchas. Sin embargo, si algo podemos aprender de Voltaire es que en épocas de incertidumbre es mejor practicar la ironía filosófica, porque puede suceder que nuestro desconcierto no se deba a la ausencia de un principio rector sólido, sino a que ya existe y gobierna de manera tan despótica que permanece obviado, invisible e irrebatible.
