La historia de la humanidad puede ser considerada como la historia del horror. Por un lado, sufrimos los dolores originados por nuestra condición existencial, que es finita y está sometida a la enfermedad, el dolor y la locura; por otra parte, enfrentamos males inventados por el ser humano, como la guerra, la esclavitud y la pobreza social.
Es por esto que Umberto Eco dijo que, cuando el ser humano quiere ajustar cuentas con la historia, todo le está permitido, salvo la inocencia, porque las heridas y cicatrices de la humanidad son imborrables y no pueden ocultarse, y cada vez que apostamos por una nueva verdad, o por un proyecto de justicia prometedor, tenemos que asumir el fardo de todos los fracasos acumulados, de las ilusiones humilladas y de los sueños que terminaron en pesadillas en el pasado. No podemos ser ingenuos frente a la historia: constantemente el ser humano crea lo que pretende destruir y destruye lo que pretendía crear.
Como puede adivinarse, muy pocos están dispuestos a comprometerse con asumir semejantes cargas. Una forma muy actual de evadirlas ha sido el nihilismo, que se manifiesta como una negación de toda emancipación posible, como una estética de la destrucción, como un desdén cínico, como un irenismo político o como un esnobismo, entre otras formas. El problema del nihilismo es que, aunque se trata de una filosofía que permite resistir, no ayuda a enfrentar los males del mundo; no ofrece soluciones, cuanto mucho otorga posiciones: facilita discursos que nos hacen sentir por encima, al lado, por fuera o al margen de la tragedia que es la historia. Al evitar que seamos atravesados por ella, anula el ansia de verdad, la búsqueda genuina y desesperada que provoca un legítimo careo con la historia. Esto es grave porque la injusticia y la miseria que aquejan a la humanidad no sólo no han cesado, sino que se han recrudecido. Pensemos que, en el mundo de las utopías, el siglo XVIII planteó la importancia de que el ser humano se emancipara de la ignorancia y la desigualdad, el siglo XIX quiso hacernos libres y prósperos, el siglo XX postuló la solidaridad universal, la democracia y los derechos humanos, mientras que en el siglo XXI la utopía parece ser que el ser humano sobreviva.
El nihilismo nos permite descansar de la historia y vivir con ligereza. Esa es la parte de verdad que ostenta. Sin embargo, como no dispone de herramientas para transformar el desorden de la realidad, es políticamente inútil. En este sentido, Umberto Eco propone reemplazar al nihilismo por la ironía como actitud frente a la historia. Es una manera de revisarla con sana distancia, comprometidos con el dolor de su curso, pero con un recelo, con un perímetro de salvedad, dejando un espacio sagrado en donde puedan germinar las nuevas esperanzas.
Imagino la siguiente escena: una nueva Verdad se nos presenta, segura de sí misma, prometedora. La ironía ataja su entrada, da un paso hacia adelante y, como un actor, recita las siguientes líneas: “no vamos a caer en la provocación de esta Verdad. Nos negamos a ser arrastrados por su espejismo. ¡Ay de nosotros sí nos seduce el resplandor de su nacimiento! Su ímpetu es envolvente; con maña, ciñe a nuestro corazón el hechizo optimista que irradia. Es bella, bellísima, pero su embriagadora dulzura hace creer que es lícito morir o matar con tal de poder contemplarla. No podemos consentir —¡nunca más!— que nuestros actos en favor de La Verdad sean terribles. Y si lo son, ¡no dejemos que tengan una buena conciencia!”.
En respuesta, la Verdad toma con delicadeza la mano de la ironía y le dice al oído: “tienes razón, lo acepto. No te pido que me creas. Solo exijo que nunca olvides que me deseas, que me extrañas, que me amas. Que nunca podrás vivir sin mí”.
La ironía es pasión secreta e irrefrenable hacia la verdad.
