Política

La normalización de la barbarie

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La violencia degrada a la sociedad. El crimen organizado penetra primero al gobierno, luego a algunas poblaciones y finalmente corroe todo el tejido social. Se trata, en efecto, de un proceso de degradación capaz de pudrir a una nación entera. Es grave que los criminales se erijan en autoridades y patrones, pero lo es más que la sociedad —la juventud, en particular— internalice la dinámica de cooptación. La leva conduce a los muchachos a campos de entrenamiento y muerte, como el de Teuchitlán, y la opinión pública se escandaliza… cada vez menos.

La Presidenta, por su lado, resta gravedad al hallazgo. Seguramente cree que reconocerla en su atroz dimensión es admitir el fracaso de la 4T, que es mejor culpar al pasado y alegar que los medios exageran. En lugar de solidarizarse con los colectivos de búsqueda, que suplen la negligencia gubernamental, cuestiona la existencia de hornos crematorios. Como si no cremar sino despedazar a las víctimas fuera menos preocupante, como si no se hubiera demostrado que horrores similares ocurren en muchas partes de México. Su actitud contribuye a normalizar la tragedia que vivimos. Hace tiempo nos acostumbramos a las mordidas o moches y ahora nos acostumbramos a la extorsión, al derecho de piso, a la desaparición forzada.  Ante la indefensión, cada vez más mexicanos empiezan a resignarse a pagar a la delincuencia para que no incendie sus propiedades o mate a sus familiares, como se resignaron a dar dinero a un policía de tránsito o a un burócrata para evitar una multa. Aquí nos tocó vivir.

El salvajismo agota el glosario de la indignación. Si la legión de criminales que descuartiza o calcina a otras personas es síntoma de envilecimiento, ¿cómo calificar el “protocolo” que obliga a un adolescente a pelear a muerte con un amigo para “ganarse” un lugar en el sicariato? Y antes, ¿cómo explicar la participación de comunidades enteras en el mundo delincuencial, familias con padre sicario, madre narcomenudista e hijos halcones? Lo que empieza por miedo y necesidad termina en aquiescencia. Corromper, dice el diccionario, es echar a perder. México se corrompió a lo largo de dos siglos mediante la interiorización de códigos de reglas no escritas que reemplazan a la ley, y la monstruosidad del crimen organizado está corrompiendo la médula social. Si no detenemos esta espiral degradante, la nación se nos va a deshacer entre las manos.

La corrupción comienza en el vértice del poder, sin duda, pero cuando se vuelve funcional permea a todos los estratos sociales. No hay pueblo bueno o malo, hay seres humanos que luchan por sobrevivir y se habitúan a una conducta que a fuerza de generalizarse se racionaliza. El empoderamiento criminal que padecemos ya no es producto de los irresponsables balazos de Calderón, detonados hace casi 20 años; es resultado de los oprobiosos abrazos de López Obrador, quien replegó al Estado y dejó avanzar a la criminalidad. Cuando la gente ve que son prácticas ilegales permitidas por la autoridad las que la mueven al país —y para colmo escucha al presidente decir que el narco también es pueblo— asimila y normaliza esas prácticas. Normalizar es avalar, lo mismo pequeños cohechos que grandes atrocidades. Y la normalización de la barbarie es, hoy por hoy, la ruta de México al abismo.

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Agustín Basave
  • Agustín Basave
  • Mexicano regio. Escritor, politólogo. Profesor de la @UDEM. Fanático del futbol (@Rayados) y del box (émulos de JC Chávez). / Escribe todos los lunes su columna El cajón del filoneísmo.
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