Política

La 4T y la dictablanda del proletariado

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El populismo concibe la democracia como la dictadura de la mayoría. Una vez que el líder populista alcanza una votación mayoritaria —en algunos casos menos de 50 por ciento— se asume dueño absoluto del poder y despoja a las minorías de todos sus derechos, empezado por el de convertirse en mayoría. Tener más votos que los demás deviene, así, en patente de corso.

Esta es la vocación de la 4T, que se manifestará una vez más en la próxima reforma electoral. Sheinbaum eliminará diputaciones y senadurías plurinominales, aunque no está claro si propondrá regresar a la mayoría relativa pura o si mantendrá el esquema mixto con otro tipo de proporcionalidad. El primer sistema, que se usó en México durante la hegemonía priista, propicia sobre y subrepresentación y produce electores estériles: quienes votan por candidatos perdedores se quedan sin representantes en el Congreso. Millones de votos se tiran a la basura y sus emisores quedan desempoderados. Es objeto del deseo de cualquier partido hegemónico, pues con menos de la mitad de la votación puede conseguir más de dos terceras partes de los escaños sin necesidad de marrullerías legales como las que ejecutó Morena en esta Legislatura.

Una de las razones por las que el parlamentarismo es mejor que el presidencialismo es que no incurre en el juego suma cero. Nadie pierde todo, nadie gana todo. Cada voto cuenta, las minorías llegan al parlamento —incluido el líder opositor— y en este sentido no hay incentivos para la deserción democrática. Por eso, porque no quieren derrotar sino derrocar a la oposición, los populistas son hiperpresidencialistas. Usan la popularidad que les da el asistencialismo para minimizarla y perpetuar su gobierno. Y por eso recelan de la representación proporcional, que empata los porcentajes de sufragios y de asientos parlamentarios y refleja así la pluralidad social.

Yo he dicho en este espacio que la 4Tplantea una dictablanda del proletariado. Desplaza a la pequeña burguesía, se alía con el gran capital, usa el respaldo de los de abajo para acabar con los contrapesos y debilitar a los de arriba, aunque no a los de mero arriba, supuestamente para emparejar la cancha. Ese emparejamiento, en realidad, entraña la creación de sus propias élites. Resuena el eco de la frase socarrona de los líderes del sindicalismo charro: “contra los ricos hasta emparejarnos”.

Lo que perfiló AMLO fue un régimen de pensamiento único. Reivindicar al pueblo, para él, implicaba autocracia y castigo a la otredad. La presidenta sigue el guion: quiere legalizar la sobrerrepresentación, reducirlas prerrogativas —lo cual beneficia a quienes tienen acceso a las arcas federales— y pintar de guinda al INE para culminar la marginación de los partidos minoritarios y el destierro de “la derecha”. ¿En qué se distinguirá este modelo del que entronizó al viejo PRI? Los ideólogos cuatroteros dirán que la suya es una auténtica lucha por la justicia social, pero basta asomarse a la historia de nuestro siglo pasado para constatar que la sed de poder y dinero los iguala. En el mejor de los casos es el síndrome de Artemio Cruz, la degradación moral que ilustró Carlos Fuentes. El morenismo de hoy, como el priismo de ayer, adopta la misma moraleja: si no puedes vencer a la clase dominante, únete a ella.


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Agustín Basave
  • Agustín Basave
  • Mexicano regio. Escritor, politólogo. Profesor de la @UDEM. Fanático del futbol (@Rayados) y del box (émulos de JC Chávez). / Escribe todos los lunes su columna El cajón del filoneísmo.
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