El neoliberalismo es teóricamente nebuloso. Yo creo que se trata de una tardía rehabilitación de Mises y Hayek, eclipsados por Keynes en los años de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, pero otros lo asocian a Friedman y los Chicago Boys. Lo cierto es que a finales de los años 80 —década seminal de la derechización global—, en el decálogo prescriptivo publicado por Williamson y bautizado Consenso de Washington, se codificó la praxis del modelo neoliberal. Ahí están las sombras de la privatización y la desregulación, que aplicadas a ultranza incrementaron la desigualdad y la inestabilidad financiera, y las luces del saneamiento de las finanzas públicas y de la liberalización comercial, que contrarrestaron la crisis de inflación y desempleo en América Latina.
Los críticos socialdemócratas del neoliberalismo reconocemos las bondades del libre comercio, a diferencia de los populistas de izquierda. Ellos niegan, con un furor dogmático que evoca a los neoliberales que atacaron al Estado de bienestar, que la globalización haya traído algo positivo. López Obrador, por ejemplo, trocó el concepto en anatema. Claro, adoptó sibilinamente una parte de él, empezando por el TLC de Salinas, que le sirvió de remolque para evitar el atasco de la economía mexicana en su sexenio. No en balde —¡oh ironía!— sacrificó a los migrantes para salvarlo.
Hoy el mundo es arrastrado de regreso al proteccionismo. Donald Trump, sin mayor planeación —no parte de los textos de Peter Navarro et al sino de sus ocurrencias—, siembra minas arancelarias por doquier y contraviene el T-MEC que él mismo negoció. Como he dicho en este espacio, ni él sabe a dónde quiere ir. Apunta a una vaga noción del mercantilismo decimonónico con su estilo de prueba y error: firma órdenes ejecutivas movido por intuición y recula, escondiendo el fracaso tras una narrativa triunfalista, si los mercados las repudian. Enfrenta un dilema maquiavélico, por cierto: los consumidores resentirán la carestía de inmediato, en tanto que su base social tardará mucho en beneficiarse de empleos devueltos a su país.
El problema es que ese poderoso embaucador está pateando el tablero. Quizás el próximo presidente de Estados Unidos sea un demócrata pro libre comercio, pero aun en este esperanzador caso es posible que la guerra comercial que ha comenzado deje un desorden internacional irreversiblemente inmerso en la resaca proteccionista. ¿Qué haríamos con nuestra economía si en uno de sus exabruptos Trump desmantelara al T-MEC, o si simplemente se saliera con la suya y muchas empresas se fueran a territorio estadounidense para eludir aranceles? Ya demostró, contra lo que se presumía en el gabinete de Sheinbaum, que no duda en darse balazos en el pie y que es capaz de poner en jaque a las cadenas productivas de la industria automotriz norteamericana.
Quiero pensar que ese escenario es remoto, que triunfará la sensatez del bloque comercial de América del Norte y que se amortiguará el golpe arancelario a México. Pero hay que prepararnos para encarar la volubilidad trumpiana. Ojalá que la Presidenta, sin renunciar a las buenas aportaciones neoliberales, encargue el plan Z a alguien que no se guíe por el optimismo. Los planes de contingencia deben prepararlos los realistas, no los ilusos.