El acervo de pruebas de la vocación autocrática del presidente López Obrador recibió, la semana pasada, dos nuevos registros. Uno se dio tras de que la Suprema Corte de Justicia invalidara el decreto que declara sus obras “de interés público y seguridad nacional”: expidió otro, casi idéntico al invalidado, para eludir el mandato. Pero el más significativo se presentó cuando, enfurecido por la decisión de la Corte de echar abajo su plan B para debilitar al Instituto Nacional Electoral, anunció que en septiembre del año próximo presentará una iniciativa para que los juzgadores sean electos por voto popular. Es el preludio de la uniformidad a la que aspira.
AMLO quiere elecciones judiciales (con un filtro previo que le garantice candidatos a modo, como en su plan A para el INE) porque no pudo controlar a la Suprema Corte vía el nombramiento de sus integrantes. Apunta ahora a otro mecanismo de sometimiento, un nuevo plan B que pondría ministros obradoristas mediante la hegemonía electoral de Morena. Cierto, lo mueve una pulsión de venganza contra la institución que osó desafiarlo, como en el caso del INE, pero su móvil principal es su ansia de dominio absoluto sobre la cosa pública. Absoluto y transexenal, por cierto: sin consultar a sus corcholatas les impuso su agenda contra el Poder Judicial. Y no, no es que la Corte sea oposición, es que AMLO hace ver como opositor a cualquiera que no le aplauda. Y es que, según él, solo un ciego o un truhan no comparte su visión.
Detentar el monopolio del poder implica quitárselo a quienes no piensan igual. Discrepancia y corrupción, para AMLO, son sinónimos: los que discrepan de él son corruptos, los corruptos discrepan de él. Ninguna persona honesta puede creer que su tren provoca un ecocidio o juzgar un error la construcción de su aeropuerto o su refinería, y solo alguien que defiende la corrupción es capaz de sostener que hay mejores políticas sociales que la suya. Peor aún, el credo que AMLO pretende imponer no es ni un ideario claro ni un programa de acción definido sino un fluido retórico, ecléctico y mudable. Dos ejemplos de contradicciones en el manual conductual de la 4T: 1) Trump era, en la primera edición, un antimexicano a contrarrestar, y en la segunda es un amigo a defender (consecuentemente, para los migrantes ya no hay brazos abiertos sino puertas cerradas); 2) los militares tenían que estar en los cuarteles y ahora deben estar en todos lados. Hay que poner atención a cada mañanera y a cada nuevo libro de AMLO para saber qué se debe pensar, so pena de caer en la deshonra y la perdición.
Si bien todos los presidentes buscan controlar al Congreso y a la Corte, solo AMLO ve en esa búsqueda redención, no fullería política. Cuando dice respetar la disidencia omite aclarar que el disidente solo le es tolerable desde la marginalidad: un buen conservador es un conservador impotente. ¿Contrapesos? El líder impoluto e infalible que impulsa la gran transformación no necesita equilibrio democrático sino desequilibrio patriótico: la concentración del poder, de todo el poder, en sus manos. Así, a la larga, puede uniformar las mentes y redimir al país.
Eso, en buen cristiano, se llama autocracia. Y semejante narrativa, en cualquier diccionario político, equivale a pensamiento único.