Venezuela lleva semanas en medio de una convulsión social y política sin precedentes. El número de fallecidos, heridos y detenidos ha crecido exponencialmente y el gobierno del presidente Nicolás Maduro no parece tener ninguna intención de plantear una negociación con sus opositores aún en un contexto de creciente ingobernabilidad e incertidumbre sobre el futuro político del país. Tardía y poco eficaz, la respuesta de la Organización de Estados Americanos (OEA) intentó sin éxito una convocatoria al diálogo. Durante la pasada sesión del Consejo Permanente de la OEA el 21 de marzo en Washington el gobierno de Panamá acreditó a Maria Corina Machado, diputada venezolana, como su representante alterna con el fin de permitirle denunciar la represión y las violaciones a los derechos humanos cometidas por el gobierno venezolano durante las protestas. No pudo hacerlo porque los representantes ante la OEA, en su gran mayoría, argumentaron impedimentos procedimentales y jurídicos y votaron finalmente a favor de eliminar el tema de Venezuela de su agenda. Lo que siguió a este desafortunado evento fue la demostración clara de la veracidad de los dichos de Machado. El Presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela, Diosdado Cabello, anunció el pasado 24 de marzo que Machado perdió su cargo como diputada por supuestamente haber aceptado un cargo de un gobierno extranjero sin la autorización debida lo cual constituiría, en su interpretación, un delito. A tambor batiente, la Asamblea Nacional le retiró la inmunidad y presentó ante la Fiscalía General una petición para iniciar un procedimiento jurídico en su contra.
Lo que le está ocurriendo a Machado, podría pasarle a cualquier legislador que, en uso de sus facultades como representante popular, denuncia en el extranjero el autoritarismo, la ausencia de libertades públicas y las violaciones de los derechos humanos de que son víctima millones de personas que no piensan como los hombres del régimen y sus partidarios. Ningún país latinoamericano, y esto es prácticamente una obviedad, puede sentirse totalmente inmune a un proceso de retroceso de la democracia y el estado de derecho. Venezuela, sin embargo, es el caso emblemático de la inacción, la indolencia y la negligencia de todo un continente que debiera sentirse indignado. A sabiendas de la importancia de defender a un legislador de los atropellos del poder y de salvaguardar el principio que impide a cualquier autoridad reconvenir sus opiniones, pocos legisladores latinoamericanos han mostrado su inconformidad y se han solidarizado con la causa de Machado. Lo que Machado buscaba en la OEA no era exclusivamente la liberación de los presos políticos, entre ellos el opositor Leopoldo López, y una resolución de condena a lo que está ocurriendo en Venezuela. Sugería, en cambio, algo tan plausible como moderado: invocar la Carta Democrática Interamericana a fin de que la OEA enviara una misión de observación al terreno. Sólo Estados Unidos, Canadá y Panamá, éste último luego de haber roto relaciones diplomáticas con Venezuela, apoyaron a Machado. Nadie más, México por cierto tampoco, se detuvo al menos un momento a examinar lo que aprobaron unánimemente hace 13 años.