Cultura

Ya vuelven los muertos

Como cada año, muertos y espíritus se desatan en un frenesí de fiestas que a todos gusta. Desde el Halloween hasta el Día de Muertos, a todos nos toca festejar, divertirnos, recordar y asustarnos. Porque la nuestra es una cultura que arroba a la muerte de una manera muy especial.

Solo el Día de Muertos (Xantolo, en la cultura huasteca) es capaz de despertar una serie de emociones y reacciones que ya han trascendido nuestras fronteras. La explosión de color, las ofrendas gastronómicas, las máscaras y pinturas faciales, los altares, todo se junta y establece una conexión con nuestros pasados, pero envueltos en lo que vivimos hoy. Es una muestra de amplísima riqueza social, histórica.

Halloween es un evento particularmente importante porque su rango de acción e influencia es tremendo. Basta con fijarse en la producción fílmica y de televisión para darnos una idea del auténtico monstruo del que estamos hablando. Eso y los disfraces: desde las fiestas de disfraces hasta salir a pedir Halloween, el vestirnos de acuerdo a todos estos iconos representa un fenómeno lúdico desproporcionado.

Hace muchos años a unos amigos se les murió su niña de apenas un año. Fue duro ver aquello. Entonces recordé “la muerte niña”, ese fenómeno que se dio desde la segunda mitad del siglo XIX hasta las primeras décadas del XX. A los niños muertos se les fotografiaba por lo general con toda la familia, en una última foto que, ya vista desde estos días, aparece como un registro macabro, pero entonces era algo común. En algunos casos les pegaban los párpados a los niños para que parecieran vivos, lo cual dificultaba identificar al cadáver.

Cada tanto releo la anécdota del nuevo testamento donde Cristo resucita a Lázaro. Desde niño me sorprendió esa historia porque nunca la asocié con un milagro, sino como un acto de brujería. Luego, hace unos años, leí el cuento “Lázaro” de Leonid Andreyev, donde se continúa con la vida de Lázaro después de que Cristo lo volviera a la vida. Una mezcla entre cuentos de zombis, magos y religión. Qué combinación.

Siempre que voy a Guanajuato no pierdo la oportunidad de ir al Museo de las Momias. Desde niño me han fascinado. Los cuerpos, conservados como si fueran carne seca, con muecas fijas, graciosas unas, siniestras otras y las demás, simplemente macabras. Por morbo tal vez, pero siempre me ha gustado pararme frente a ellas y contemplarlas un buen rato. Y he tenido grandes charlas con ellas. Siempre hablan del horror no de haber muerto, sino de lo que ocurre después.

Los cementerios son mis sitios favoritos. Siempre que viajo a algún pueblo o ciudad, me meto a sus cementerios a ver cómo son las tumbas, qué dicen, qué ofrendas tienen, qué plantas y árboles viven ahí y los sonidos del viento arrastrando hojas y flores secas y chiflando entre las hojas de los árboles. Algo que he visto es que este sonido, el del viento, nunca es el mismo en los cementerios. Cada uno tiene su registro único: es una voz.

Ayer vi un video de un perro cargando en la boca la cabeza de una persona por la calle. Un ejecutado, de seguro. De inmediato me puse a elaborar historias, probables unas, ficticias otras. Y es que en estos tiempos en que la violencia y la anarquía se han desatado, ocurre de todo. Y a veces ya no es posible saber con certeza si se trata de una ejecución, el resultado de un culto extraño o si el perro se metió a una morgue y se llevó la cabeza como botín. Lo cierto es que la cantidad de muertos que se van dando día con día es apabullante y es signo ominoso. Y nadie está haciendo nada para evitarlo.

La muerte es una mezcla entre lo horrendo, la angustia existencial, el horror al absurdo de la aniquilación total y la tristeza profunda. Posee muchas caras y formas de operar y al final siempre se sale con la suya.

En este país nos estamos matando. Siempre hemos tenido episodios de este tipo, pero siento que ahora es mucho más intenso y, peor, más grave.

La muerte se encuentra desatada, haciendo lo que mejor sabe hacer, y lo hace riendo a carcajadas, pues le hemos abierto las puertas y ya no hay quién la detenga.

Adrián Herrera
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