Cultura

Tres veces siete

El mes pasado anoté en mi diario personal: “Son las 7 del día 7 del mes 7”.

Eso fue todo.

Me deja pensando el porqué escribí eso. La coincidencia de haberme fijado en el reloj y conectar en ese instante el día con el mes me llevó, en algún momento, a querer creer que la confluencia del número siete podría ser de interés o podría llegar a tener algún tipo de consecuencia, de efecto algo imprevisible, insospechado. En el fondo alojaba la esperanza de que antiguos astrólogos, alquimistas, filósofos herméticos y sabios milenarios tuvieran la prueba, la fórmula de que, en efecto, la alineación de ciertos astros, mi signo zodiacal y el hecho preciso y específico de que en ese momento confluyeran tres sietes fueran a generar un cambio portentoso, una cascada de hechos que me fueran a cambiar la vida. Pronto descubrí que tal efecto no ocurrió; quedé como atolondrado, mirando fijamente al reloj, pero éste continuó su marcha, el día terminó y de julio pasamos a agosto, y aquí estamos, con más pena que gloria.

El domingo pasado fuimos al campo a pasear. De tarde nos tumbamos en la yerba y jugamos a encontrar formas en las nubes. Yo estaba más preocupado por ver si iba a llover, pero admito que siempre es divertido encontrar formas en las nubes. Siempre hay un elefante, un rostro, un perro. Al final las nubes siempre se desbaratan, se arrejuntan, cambian de forma o de plano se desvanecen y solo nos queda el aroma fresco de la yerba y el calorcito de la tarde.

Aquel día discutíamos sobre el 13. El tema era que, en muchos aviones y edificios, la fila –piso– 13 no existía. –Falso si le cuentas desde abajo, el supuesto piso 14 es en realidad el 13–, apunté. –¿Entonces dónde está el truco?–, preguntó mi amigo. –En mencionarlo–, contesté. En efecto, aunque matemáticamente el 13 siempre esté ahí, el temor a reconocerlo es lo que nos lleva a erradicarlo. Es como los niños chiquitos, que si se tapan la cara asumen que nadie los ve porque ellos no pueden ver a nadie.

Los signos del zodiaco son otra de esas obsesiones contemporáneas. Aunque no existe ninguna relación causal entre el signo, la alineación de los planetas y el comportamiento y carácter humanos, hemos construido todo un sistema alrededor de ellos. Y de las artes adivinatorias ni hablemos.

Buscamos la magia en todas partes. Y si no hay magia, nos refugiamos en la religión. O sea que si no es un tiro de suerte o alguna conjetura alucinada mezcla de magia antigua con new age, entonces le adjudicamos a Dios cualquier cosa que no podamos explicar o ponemos sobre él nuestros deseos.

Creemos fielmente en los números. La lotería es la mejor evidencia de ello. La ansiedad profunda que genera el efecto lúdico en torno a la apuesta es mucho más potente que la adicción al alcohol. Junto a ello, he visto personas con escapularios, anillos especiales y toda suerte de baratijas con significados personales. Pero eso nada tiene que ver con las reglas de la estadística o con un buen tiro de suerte. Las cosas ocurren tanto para bien como para mal y no hay ni santo, ni ungüento, ni baile mágico que influya en el resultado final.

La mayor parte de las personas a quienes les pregunto si tienen un número de la suerte responden que sí. –¿Cuándo lo usas?– , preguntó. –Bueno, pues al momento de una rifa, por ejemplo. –¿Y has ganado algo?­ –No, nunca. –¿Entonces por qué creer que tal número ejerce una influencia en ti?–. –No sé, supongo que en algún momento funcionará “y uno nunca sabe”–, remató.

Nos aferramos a objetos y creencias y depositamos en ellos una confianza ciega, irracional. Buscamos patrones en cosas y al encontrarlos les adjudicamos potencias inexistentes.

¿Qué pasaría si un buen día dejamos de creer en pendejadas?

Lo invito a que haga la prueba. Y no intente convencerme de que “en realidad sí funciona todo esto”, porque está bien probado que no. Pase usted un buen fin de semana y nos seguimos leyendo.

Adrián Herrera


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