Mi papá era ingeniero y pasaba tiempo encerrado en sus elucubraciones; era distraído, pero no tanto como para no darse cuenta de lo que estaba pasando
Estábamos bebiendo. Mi papá ordenó otro whisky y luego de un intercambio de chistoretes y tontísimos chascarrillos, me dijo: –Te doy tres consejos a cambio de nada. –Los tomo–, dije, y puse atención.
Mi papá no hablaba mucho. Era ingeniero y pasaba más tiempo encerrado en sus elucubraciones que en lo que ocurría a su alrededor. Era distraído, pero no tanto como para no darse cuenta de lo que estaba pasando a su alrededor. Creo que conforme envejecía se fue replegando hacia sí mismo y allí se perdió. Esa es, creo, nuestra condición: ser absorbidos por nuestros olvidos hasta terminar irreconocibles tanto para nosotros mismos como para los demás.
Cuenta que en el aeropuerto de Tampico estaba preparando su plan de vuelo –era piloto privado– y escuchó una alharaca; un helicóptero de Pemex venía con problemas y comenzó a girar sobre su eje y finalmente se desplomó. Todos corrieron a auxiliar. El aparato se hizo pedazos con un estruendo. Papá fue de los primeros en llegar; uno de los ocupantes, aún vivo, pero con la columna rota, con el vientre expuesto y sangre saliéndole de las orejas, pegaba de alaridos y pedía por piedad que le llevaran a su esposa e hijos para despedirse de ellos. En aquel accidente, todos murieron de manera espantosa, pues la aeronave comenzó a incendiarse y los tripulantes se carbonizaron. Entonces recordé cuando grabamos un capítulo de Master Chef en Manzanillo y nos subieron a un helicóptero Mi-17 de la Marina: iba entre emocionado y aterrado al mismo tiempo, pues estaba seguro que nos íbamos a precipitar al mar.
En esa ocasión ya andábamos mal de dineros. Le pregunté qué debíamos hacer cuando llegara el tiempo de apretarnos verdaderamente el cinto. –Cambiar de whisky a ron–, dijo. Hoy pienso que la mayoría comenzamos a beber ron por esa justa razón.
–Otro consejo te doy–, apuntó, siguiendo con la promesa de los tres consejos. Así recordó cómo a un amigo de él, allá a principios de los 50, le dio por andar en motocicleta. La compró barata, en un taller mecánico; era un modelo viejito y desvencijado, pero tenía solución. Como era recién graduado de ingeniería, le invirtió un dinerito y la dejó como nueva. La verdad era una joya: una Harley-Davidson que prometía grandes aventuras. Y con ello en mente armó su gran viaje al norte. Comenzó en la Ciudad de México y su idea era llegar a Monterrey, donde tenía parientes. Ah, pero eso no pudo completarse, porque casi para llegar a Matehuala se dio de frente contra un tráiler, cuyo conductor iba borracho y terminó hecho pedazos a mitad de la carretera. Lo recogieron en bolsas y así lo regresaron al DF donde tuvo un velorio con el ataúd cerrado.
Seguimos bebiendo. Whisky, porque en ese tiempo todavía teníamos dinero para pagarlo.
–¿Y el tercer consejo?–, pregunté curioso.
–Ah, el tercer consejo, quizá el más importante y al que le debes poner especial atención, pues se trata de la tentación más grande y perniciosa, escucha–, dijo.
Cuenta que un viejo amigo tuvo un día una especie de extraña y muy usual epifanía y decidió convertirse en político. Fíjese nada más. No voy a decir el nombre porque usted lo conoce. Coño, todos lo conocen. Quedó en la historia como uno de los políticos más infames y odiados de nuestro país. Pasó de ser un joven soñador, impetuoso y líder a un pusilánime mentiroso, demagogo, mitómano, manipulador e inepto.
–Nos engañó a todos y construyó las bases para que nuestro país se fuera a la mierda–, enfatizó.
Vamos a resumir los consejos de mi padre, que este año cumpliría 100 años:
1- Nunca te subas a un helicóptero.
2- Tampoco a una motocicleta.
3- Y por lo que más quieras, jamás te subas a una candidatura.
Nos terminamos el trago. Después de eso entramos, unos meses más tarde, en una devaluación terrible y en una recesión que creímos que no pasaría otra vez.
Pero volvió a ocurrir.
Entonces dejamos de beber whisky.
Y al paso que vamos, mi hijo y yo vamos a terminar bebiendo agua.