En la parte más remota de una cordillera en el altiplano aparece un pueblo que pocos conocen. Ahí se llega después de un recorrido largo y extenuante, atravesando extensos páramos secos y rocosos hasta alcanzar un bosque de eucaliptos y coníferas. A partir de ahí comienza una subida lenta hasta la base de una montaña con riscos. La subida discurre en silencio, solo se escucha el crepitar de las hojas tocadas por el aliento sedoso y cansado de la niebla. Después de varias horas se abre una explanada donde aparece una serie de casitas hechas de piedra y madera, construidas a los lados de un camino serpenteante que alcanza la cumbre. Es una comunidad pequeña y callada. El clima varía durante el año con la presencia de la niebla, una lluviecilla constante y fría, cielos despejados con sol intenso, repentinos ataques de viento helado y nubosidades misteriosas. Allí no hay estaciones: en un solo día pueden ocurrir todos los cambios que se ven durante un año en otras partes.
La comunidad es discreta y bien organizada. Tiene un pequeño zócalo, una casa común donde se resuelven los asuntos de la comunidad, un templo que no profesa religión conocida, un salón de clases y una taberna. El ambiente presenta una quietud que guarda una realidad angustiante; a medida que uno camina por el empedrado principal y pone atención se escuchan respiraciones agitadas unas, faltas de fuerza otras y entre leves tosidos y algunos lamentos aquellos alientos enfermos se mezclan con el silbido del frío viento que baja de la cumbre de la montaña. En este pueblo domina un defecto genético que ataca al sistema respiratorio; la gente nace con un gen que desata un proceso progresivo de deterioro pulmonar. Alvéolos y conductos se van endureciendo: el epitelio genera, de manera irreversible, una proteína capaz de asimilar calcio y otros minerales de la sangre y los va acumulando. Con cada año que pasa disminuye la capacidad para respirar; tráquea y pulmones se van llenando de precipitados minerales.
La cumbre de la montaña es un gran domo rocoso y áspero y apenas tiene algunas plantas espinosas y retorcidas y cactáceas pequeñas. Allí el ambiente siempre es frío y con la humedad las rocas tienen líquenes y musgos plateados, grises y verde pálido y relumbran con la luz de la luna, creando un destello espectral. A la cima se llega por un camino que bordea el domo por debajo de varios riscos y en la parte más alta se yergue un templo. Está construido con la blanca roca de aquella montaña; es una torre cilíndrica como de seis pisos; dentro posee varias habitaciones conectadas por un túnel central que sirve de sifón y que sube en espiral hasta abrirse en la parte más alta de la torre. Abajo hay un atrio con un altar y alrededor varias entradas por donde penetra el viento, y al hacerlo sube por el conducto y emite un chiflido crispante y desgarrador. A los lados de este conducto están las celdas donde colocan a las personas que presentan un estado de oclusión pulmonar muy avanzado; es el sitio donde los dejan para morir. Los vientos se concentran una vez al día y cuando soplan algunos moribundos exhalan por última vez y su esencia sube con el torbellino hacia la atmósfera, donde se dispersa. En el atrio, un chamán elabora un ritual; al centro del altar coloca una jaula con un pájaro oscuro que no tiene nombre. El ave, luego de que el chamán diga ciertas palabras y encantamientos, comienza a ulular, después silba de manera disonante y termina con un canto irregular y convulso que se mezcla con el silbido que produce la corriente de aire. Entonces alguien muere.
A medida que avanza la enfermedad en este pueblo, las personas van perdiendo capacidad para llevar a cabo actividades físicas demandantes, y así les toca ocupar ciertos puestos y hacer tareas adecuadas para su estado. De esta manera quienes pastoreaban sus ganados en los alrededores hoy les toca enseñar, o se entregan a la hechura de artesanías o a elaborar conservas y quesos. Cuando la enfermedad es más acuciante se quedan sentados y reflexionan. Así dan consejos a otros. La enfermedad suele agravarse a partir de los 50 años y para los 60 ha evolucionado de tal manera que la gente tiene los labios amoratados, rostros pálidos, respiración entrecortada y forzada, y mirada resignada y vacía. Poco después son llevados por sus familiares en un lento y doloroso ascenso por el empedrado sinuoso hasta el templo en la cumbre de la montaña. Allí lo dejan en una celda, se despiden en silencio y se retiran.
Con el tiempo, el frío y el viento van secando los cadáveres y así quedan, con sus brazos retorcidos, sus quijadas contraídas y los ojos abiertos. Por dentro solo quedan sus pulmones duros y reducidos. Estas momias no pueden tocarse; deben permanecer en las celdas, pues se cree son los guardianes del templo y ayudan a guiar a los que van muriendo a un lugar donde se transforman en espíritus de viento. Solo los cuervos de montaña anidan en las celdas.