Cultura

Siervo de Satán

El caso es que crecí en una casa hipercatólica; me pusieron Adrián Francisco porque mi mamá era franciscana, madrina de ordenamiento de un sacerdote franciscano

Los ochenta. En plena adolescencia compraba discos por la portada, pues en aquellos tiempos no teníamos internet, las revistas especializadas no llegaban a Monterrey y la única manera de saber si un disco estaba bueno era preguntando a alguien si ya lo había escuchado o esperando a que la tienda de discos lo tuviera abierto para escucharlo (cosa que rara vez ocurría, pues solo abrían discos con buena proyección de ventas). Lo mío es el metal y rock pesado. Y algo que identifica a los grupos de este género son las portadas de sus discos; seres mitológicos grotescos, guerreros medievales, monstruos ensangrentados, fantasías oscuras y temas inquietantes y violentos. Pues tal es la naturaleza y tono de esa música.

Esa tarde di con un disco de portada negra. Tenía un símbolo que apenas se distinguía: un pentagrama. No lo pensé dos veces y lo compré. El disco tenía una portada doble y al abrirlo se mostraban sus cuatro integrantes vestidos de manera estrafalaria, como bufones desparpajados mezclados con personajes de circo estrambótico medieval. Eran Mötley Crüe. Y el disco, uno de mis favoritos, Shout at the devil. Una joya. Esto fue en 1984, estaba entrando en la prepa. Imagínese el impacto. En mi colección tenía además viniles como Highway to hell, de AC/DC; Kill ‘em all, de Metallica, cualquier disco de Iron Maiden (viva Eddie), Slayer, Black Sabbath, Manowar, Megadeth y Sepultura, entre muchos otros.

Lo chingón de comprar discos que no conocíamos era abrirlos, leer todo lo que decía la contraportada y la funda del disco, irlo escuchando canción por canción (a veces adelantábamos la aguja si la canción no nos convencía), y al final repetíamos a todo volumen las que más nos habían gustado. Era un fenómeno social, porque casi siempre nos juntábamos a escuchar las novedades. Eran otros tiempos.

El caso es que crecí en una casa hipercatólica. Me pusieron Adrián Francisco porque mi mamá era franciscana, madrina de ordenamiento de un sacerdote franciscano y ese mismo sacerdote –Samuel Franco OFM– fue mi padrino no solo de primera comunión, sino de confirmación. Y para acabarla de chingar, vivíamos al lado de una iglesia y todos los días me tenía que fumar la homilía del párroco, pues tenía un altavoz que daba a mi jardín. Entonces, ya se imaginará el ambiente en que crecí. Presiento que mi gusto por el metal, lo oscuro, la literatura de terror y cosas por el estilo puede venir de una contrarreacción a todo ese ambiente piadoso.

Pues todo comenzó en la secundaria. Llegué a casa con un disco de Iron Maiden, Killers. Esta es una portada clásica que muestra a la mascota del grupo, Eddie, asesinando a hachazos a un tipo a mitad de la noche. Luego de escucharlo a todo volumen (mi mamá estaba en misa), lo quité de la tornamesa y salí al jardín a relajarme. Entonces mi mamá entró al cuarto, vio el disco sobre la cama y sin pensarlo, lo echó a la basura. Claro, no sin antes de propinarme un sermón muy intenso (tanto como el disco) sobre por qué no debería comprar ni escuchar esa música. La cosa no terminó allí; en los próximos días aprovechó que estaba en la escuela y tiró todos los discos que le parecieron inapropiados. Eran muchos. Inspeccionaba las portadas y los títulos de las canciones y así elaboraba su selección.

Lejos de hacer berrinche o ponerme rebelde, me adapté y resolví el problema. En el cuarto de mis hermanas, que ya se habían casado, había dos cajas grandes con muchos discos, pop de los sesenta, música clásica, jazz y así. Poco a poco fui comprando los discos que me gustaban y lo que hice fue meterlos en las portadas de esos discos viejos. Mi mamá revisaba cada tanto los discos y nunca volvió a encontrar nada sospechoso. Así, un disco de Rachmaninov era Judas Priest, otro de Frank Sinatra guardaba a Dio y uno de Doris Day contenía a Iron Maiden.

Cierto día olvidé esconder un disco de death metal. Esa tarde el padre Samuel llegó a visitar y le enseñó la portada. –No permitas que tu hijo se convierta en un siervo de Satán y que el demonio entre a esta casa–, advirtió, y luego de un largo y soporífero sermón juré ante un crucifijo nunca más volver a escuchar esa música.

Sí como no.

Lamentablemente mi mamá y el padre Samuel ya murieron y no lograron ver que sí: me transformé en un siervo del diablo.

Y lo disfruto muchísimo. ¡Viva el metal!

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Adrián Herrera
  • Adrián Herrera
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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