Cultura

Regreso

Decía el papá de mi compadre La Manzana que: “Si cuando me muera vuelvo, chingo a mi madre”.

Me pone a pensar. Si una vez muerto regresara de pronto a la Tierra, ¿qué diría? Ciertamente no lo que pienso ahorita, que sigo vivo, sino algo distinto, estoy seguro. ¿En qué sentido? Le explico. Morir, según he podido constatar, es desprenderse. De todo. Y decir todo es referir a un algo tan absoluto y frío que para un vivo es impensable. No queda duda de que hay que experimentarlo. Porque la muerte no es una elucubración filosófica, exposición de teorías fantasmales o una mera exposición de suposiciones o adivinanzas. Es un hecho concreto, indisoluble, intransferible e irreversible. Bueno, de esa última cualidad siempre hemos querido pensar que no es así. En la Biblia se asegura que la resurrección es posible y en otras religiones la reencarnación es parte de sus creencias fundamentales. Lo común entre estas dos posturas es que es posible regresar a un cuerpo, ya sea a través de un mecanismo naturalmente intrínseco en todo ser vivo o por virtud de un milagro. Otros incluso se congelan con la intención de despertar en un futuro donde ya sea posible revivir muertos, pero la carne es la carne y lo único para lo que sirve el congelamiento es para conservar unos buenos steaks que pronto irán a dar al asador. Yo estoy hablando de la conciencia, la cual se considera capaz de regresar a contar sus aventuras en ese oscuro y misterioso mundo, en la forma de un fantasma o algún tipo de comunicación interdimensional, alguna mierda así.

Hay gente que no se quiere ir. Otros lo esperan resignados. Hay quienes aceleran el hecho suicidándose

Así volvemos al punto original, el de develar ciertos puntos de vista sobre la vida desde la óptica de quien ya experimentó la muerte. Y esto, a su vez, nos lleva de vuelta a la tesis original que sostiene que la muerte es, ante todo, un dejar que todo lo que fuimos se vaya y se disuelva para siempre. Lo hacemos –muchas veces a regañadientes– porque sabemos intrínsecamente que el momento absoluto y final ha llegado, y que no hay razón para seguir aferrándonos a ese último reducto que nos define: la conciencia. Porque una vez que hemos entregado el último bastión de identidad, no queda nada ya y entonces podemos verdaderamente descansar en paz. Esto, claro, conlleva un serio problema: si todo se va, la conciencia e idea de nosotros mismos también. Ese es problema que no puedo resolver –ni yo ni nadie, por el momento–. Digamos que he muerto y regreso. ¿Qué decir de este mundo, esta realidad física que alguna vez me alojó y envolvió y que aún percibe mi paso y presencia por ella? Hay mucho que decir. Podría sentir algún tipo de melancolía, de nostalgia, correría a abrazar a la gente que quiero y me pondría a escribir mi experiencia, decir lo que supongo que hay y lo que se vive después de la muerte.

Una vez le pregunté a mi papá si, una vez muerto, le gustaría regresar, aunque fuera momentáneamente: –¿Para qué? Si ya me fui–, contestó.

Exacto: lo nuestro es estar un rato y luego desaparecer. ¿Por qué querríamos volver? ¿Para qué continuar? ¿Cómo justificar semejante desatino?

Hay gente que no se quiere ir. Otros lo esperan resignados. Hay quienes aceleran el hecho suicidándose. Me queda claro que el ejercicio de base aquí es aprender a dejar, a soltar, a acostumbrarnos a que lo que somos es solo un brevísimo fenómeno –confuso y cambiante– y que debemos vernos como lo que realmente somos: seres desechables, fugaces, atolondrados y necios. Irnos, sin ataduras, bajo la premisa de que quizá nunca estuvimos realmente aquí y que, en el fondo, no importa. _

Adrián Herrera

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