Mundo virtual. Todo este argüende de las redes sociales me lleva a pensar que ya, ahorita, tenemos una realidad alternativa real. No es como antes, cuando teníamos simuladores de vuelo, jueguitos digitales y cosas por el estilo. Eran meras distracciones. Lo que hace la diferencia de ese entonces a hoy es el nivel de interacción. Ya cae en la obsesión. Pasamos mucho –demasiado– tiempo metidos en la red y eso ya es un tema que disciplinas tales como la psicología, la antropología y la sociología estudian desde hace años. Los especialistas ya han advertido sobre tanto los riesgos de esta actividad como de las consecuencias que ya se pueden ver. Existen, de hecho, patologías que se desarrollaron a partir de esta tecnología. Y cuando ya tenemos una serie de trastornos asociados a esta realidad virtual hay, necesariamente, un efecto psicosocial. Por lo visto no hemos terminado ni de adaptarnos del todo a este nuevo entorno ni de entender a fondo el fenómeno. Lo cierto es que ya es una parte esencial de nuestra cotidianidad: –casi– todo tiene que ver con esta tecnología.
Prisa. Cuando uno sale al campo a relajarse, el tiempo y el espacio se distienden; todo se ralentiza y pronto comenzamos a experimentar esta sensación de ansiedad, de que tenemos que, o estar en algún sitio o haciendo algo. Ya perdimos la capacidad para, cada tanto tiempo, no hacer absolutamente nada. Poner la mente en blanco, encender un puro y dejar que el tiempo pase y que las cosas ocurran a nuestro alrededor. Dejar de ser parte de esa máquina monstruosa que nos envuelve y tritura. Se supone que para eso son las vacaciones, pero, ¿sabe? Ya no. Porque las mismas vacaciones traen una agenda súper estresante que nos impide disfrutar el ambiente y la circunstancia. Las vacaciones, al igual que todas esas actividades agendadas, exigen una cuota. Pero un picnic a mitad de semana no lleva ese sentido ni contenido, y bien puede sacarnos de esos trastornos semanales a los cuales estamos sometidos. El problema es que no hay dónde: la ciudad rechaza naturalmente ese tipo de espacios y de actividades. Por eso quizá preferimos meternos en estos alucinados mundos virtuales de juegos, series y compras compulsivas. Insisto: un poco de aire libre nos vendría muy bien a mitad de semana.
Silencio. Hay dos maneras de ver esto; una es aprender a cerrar la boca para escuchar y para no decir pendejadas y la otra es mantener un silencio mental, interno. Lo primero es una necesidad social urgente y lo segundo es un requerimiento para mantenernos cuerdos. Pero el ruido externo ejerce una presión tremenda en nosotros y termina por interiorizarse, ya dentro, se convierte en un flujo cíclico que nos lleva a la locura. Y eso sin mencionar que las redes sociales se alimentan de gente que se la pasa diciendo pendejadas. No tenemos remedio.
Anticipación. En el súper ya venden pan de muerto, arreglos navideños y disfraces de Halloween. Al chile. Seguimos en verano, por cierto. ¿Cuál es la prisa? No lo entiendo. Comenzamos a torcer todo, a revorujarlo y enredarlo en una morusa irreconocible, cuya única finalidad sería lo económico. Porque aquí todo parece perder sentido y significado, es de locos.
Si logramos malabarear correctamente todos los puntos anteriores podríamos lograr una civilización un poco más desacelerada, relajada y sin este nerviosismo pulsátil. ¿Por qué nos hemos arrojado a este vórtice de reacciones, obsesiones, atolondramientos y sin sentidos? Pareciera como si vivir ya fuera un despropósito. Nuestra realidad hoy es una mezcla entre una distopía, un capítulo fallido de ciencia ficción y de fantasía retorcida. Quizá, como dije unas líneas atrás, no hemos logrado descifrar este código, que ahora parece confuso. Todavía hay manera de detener este vértigo; hay que pausar las cosas, establecer nuevas rutinas. Porque ahorita vamos directo a un precipicio de locura y desatino.
Pero, ande: disfrute usted de su pan de muerto con un chocolatito batido. Porque, pues ya está en los anaqueles. Chingue a su madre todo.
Adrián Herrera