En alguna ocasión dije que era un despropósito poner a estudiantes de secundaria y prepa a leer El Quijote. Y eso porque se trata de una obra larga y difícil. Dije entonces que tal obra era para personas que llegasen a ella de manera natural. Tal comentario despertó más de un comentario de odio.
Tengo un amigo que colecciona Quijotes —libros, esto es— y cuando le pregunté cuál era su parte favorita, contestó: —en mi puta vida lo he leído ni pienso hacerlo, —sentenció .
Cuando hablamos de una obra escrita hace más de 400 años no podemos más que advertir que el lenguaje de aquel entonces ha evolucionado. Le explico cuál es el problema aquí; leí El Quijote en la edición anotada de la RAE. Créame que, si no lo hubiera hecho, no habría entendido un buen porcentaje de frases, palabras, alusiones y formas de hablar. Los arcaísmos abundan y confunden. De acuerdo con que la versión anotada ayuda muchísimo, pero esto genera otro problema, y no es menor: el flujo. Hay que detenerse cada dos o tres páginas para leer las notas. Después de hacer esto, hay partes que se tienen que volver a leer. Pues no mames. Así no se disfruta plenamente a una de nuestras máximas obras de literatura.
No soy un romántico; en tanto que la música y ritmo generados por la lectura de obras en esos españoles antiguos puede resultar evocadora, no hay que dejar pasar el hecho de que estamos frente a textos cuyo español pertenece a otra época. Intente leer El Mio Cid sin un diccionario de español medieval y luego me platica cómo le fue. Yo mismo lo he hecho: tengo el diccionario medieval español de Martín Alonso y, sí: resulta divertido ir desenmascarando y decodificando esas palabras y frases, pero eso lo hacemos los que estamos locos, que no es para una gran mayoría que lo único que busca es meterse en esas narrativas y disfrutarlas. El Quijote, así como muchas tantas obras construidas con ese lenguaje lleno de arcaísmos, debe ser actualizado. No voy a estar aquí para verlo, pero le apuesto a que dentro de 150 años el español de finales del siglo XVI será tan difícil de leer como lo es ahora el español medieval.
La lectura constante de estos clásicos es lo que los mantiene vivos, pero si no actualizamos el lenguaje en que fueron originalmente escritos, se van a pudrir en la bibliotecas y serán solo bonitos mamotretos de adorno y colección.
El lenguaje no es una pieza de museo, una estatua, un montón de rocas a mitad del desierto, es una sustancia plástica y cambiante que se amolda a nuestra manera actual de ver las cosas y así se transforma en un vehículo que hace que las cosas sean entendibles.
Por fortuna, hay gente que comprende esta necesidad, este proceso, y lo pone en práctica. Andrés Trapiello ha publicado una versión formidable del querido Quijote, muy a tono de nuestro siglo. Con todo el reto que supone sustituir palabras y frases sin perder el efecto creado por el original, Trapiello ha logrado su objetivo y así, me atrevo a invitar a preparatorianos a leerlo, pues tengo la certeza de que ahora sí lo van a disfrutar. Porque esto no es un tratado de filosofía: es literatura, y no podemos pasar por alto su esencia lúdica. Y Cervantes es uno de los mejores exponentes de esta lógica. ¿Se ha forzado un poco el lenguaje para llevarlo a otro nivel? Sí. No veo por qué esperar 150 años más para que la obra la lean un puñado de académicos, investigadores y curiosos.
Las palabras viven, pero también envejecen.
Muchas personas se oponen a esta actualización de obras clásicas —que realmente lo requieren— quizá por el temor de transformarlas en algo distinto, de violarlas, de quitarles su esencia.
Mire, las obras clásicas no se van a ninguna parte. No importa qué tantas interpretaciones, correcciones y actualizaciones se hagan, los textos originales siempre estarán ahí, para ser consultados en cualquier momento. Entonces no hay que escandalizarse y dejemos que la lengua continúe su lenta y paciente marcha de cambios y entreguémonos a los placeres de la literatura sin mirar atrás.
Adrián Herrera