Cultura

Postales

Hace unas semanas hurgaba en una caja en el ático cuando di con varias postales. Una la mandé desde Dublín, en 1981; la foto era de un castillo medieval que estaba en lo alto de una colina muy verde y rocosa. Detrás escribí este mensaje: “Hola papá y mamá, me gusta mucho Irlanda, hace unos días vi toda la boda de la princesa Diana y el príncipe Carlos. La princesa es bellísima, pero el príncipe tiene cara de caballo. Bueno, ya me tengo que ir, adiós”. Luego apareció otra que envié a mi novia desde Canadá, en 1985; la foto era de una cascada que caía de una montaña nevada y el texto decía lo siguiente: “¡Hola! Vancouver es fantástico. Mañana salimos hacia Calgary y atravesaremos las rocallosas. Bien podría vivir aquí. Claro, es verano: dicen que en invierno hace tanto frío. La idea sigue en mi cabeza. Te escribo llegando a Alberta”. Increíble que las mandé hace tantos años y hoy vuelven a mí.

Desde niño me han fascinado las postales. A donde viajábamos siempre estaban ahí: en la tiendita de la gasolinera, en las cajas del supermercado, en la tienda de souvenirs y en el aeropuerto. Aparecían por todas partes, esperándonos, latentes y silenciosas a que imprimiéramos nuestra experiencia, nuestra vivencia en aquellos lugares.

Su estructura era inconfundible, universal; la cara frontal tenía típicamente un paisaje o la reproducción de alguna obra de arte. Atrás uno podía ver un pequeño recuadro donde iba pegada con saliva una estampilla, la cual, por su parte, tiene su propio valor estético y cultural. A un lado teníamos una serie de líneas para escribir el remitente y destinatario, y después un área más amplia donde uno escribía su mensaje, sus impresiones. Y este mensaje tenía ciertas características y limitaciones; había que ser sintético, economizar el lenguaje y usar un tono casual y despreocupado mezclado con un poco de sorpresa. Establecía una conexión entre remitente y destinatario un tanto exótica, mezclaba efectivamente lo visual con la letra. La postal es contundente como objeto narrativo y es capaz de crear una realidad por sí misma, una ambientación como sacada de un libro de viajes antiguo. Esas postales son como destellos de recuerdos, de imaginación, de vivencias, apuntes, melancolía y nostalgia. Hoy permanecen ocultas en cajas apiladas en empolvados áticos, ventas de garaje y en mercados de pulgas.

¿Existen todavía las postales? Hace años que no las veo. Creo que simplemente ya no son valoradas ni necesarias, pertenecen a otra época. Se han ido. Pero deberíamos regresarlas, porque no se trata solo de la foto con el mensaje y la estampilla, es un todo, es la construcción de un objeto que contiene una historia, una capacidad narrativa específica, única. No se pueden sustituir. Además, no eran inmediatas, como los celulares: había que esperar semanas antes de que llegaran a su destino, el tema del tiempo quedaba impreso en ellas. Los teléfonos-cámara han desplazado tanto a la carta como a las postales; además han agregado el fatídico y enfermizo selfie, tema ya de estudio y preocupación psiquiátricos. La tecnología nos ha traído cosas excepcionales, sí, pero nos ha dejado huérfanos en muchos otros sentidos. Ha transformado la realidad en una quimera, en un estado de confusión perpetuo, en una experiencia olvidable, desechable, y lo peor: ha justificado la destrucción de nuestros recuerdos. La postal era una estructura global que tenía la capacidad de conectar mundos; regiones, culturas, aventuras, pincelazos de inmediatez... eran un ejercicio propiamente literario que jugaba con la síntesis, pero también con la profundidad y, más importante, nos hacía conscientes del tiempo. Hoy nos sentimos acelerados, impulsados por la velocidad de la luz generada por la tecnología cuántica. El mundo gira a una velocidad constante, nos hemos adaptado a esas revoluciones, hemos construido una civilización, una forma de vida, basados en esos movimientos.

Y eso nos permitía narrar nuestras vidas de manera rítmica, correctamente pausada, y así se lograba comprender de otra manera el entorno y sus cambios. El torrente de información que pasa por nuestros teléfonos-cámaras no permite ya percibir –sentir– el tiempo de esa manera, y eso afecta de manera directa nuestra capacidad para narrar lo vivido y, peor, el torrente de información y la velocidad con la cual se nos dosifica hace que la memoria quede efectivamente obliterada. Con la fotografía ocurre más o menos lo mismo. Antes, para sacar una foto con las cámaras de rollo había que preparar el aparato, calcular la velocidad de obturación y la apertura, tomar en cuenta la iluminación, observar, esperar y elaborar una composición. Después llevabas el rollo a revelar y hasta entonces te enterabas del resultado. Existía una conexión más orgánica con la realidad. Eso se ha perdido en gran parte. Hay que revalorar lo obsoleto, corregir el presente.

Supongo que todavía deben de existir postales, aquí, allá, replegadas en estantes de alambre, en un viejo aeropuerto en África o en una pequeña tienda de souvenirs en un paraje rústico en medio de las rocallosas. Todavía hay historias que contar y hay que hacerlo como se hacía antes.

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Adrián Herrera
  • Adrián Herrera
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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