Me gusta escribir historias. De todo tipo; de terror, fábulas, narrativa cotidiana y así. En ese medio encuentro manera de ejercitar mi fantasía y de explorar viejas historias y mitos, adaptándolas a mi particular manera de ver las cosas. Y fíjese que leyendo textos antiguos me encuentro con cada historia; desde la venerable Biblia, pasando por las “historias” del mundo grecorromano hasta esos recuentos fantásticos del medievo donde se enaltecen las obras de los santos cristianos, siempre hay algo notable. Del Nuevo Testamento recuerdo un paraje de particular interés; es del evangelio de Mateo y hace alusión a un curioso fenómeno que habría ocurrido al momento de la muerte de Cristo:
“Inmediatamente, el velo del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo, la tierra tembló, las rocas se partieron y las tumbas se abrieron. Muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron y, saliendo de las tumbas después que Jesús resucitó, entraron en la ciudad santa y se aparecieron a mucha gente”.
Con su permiso, pero eso es para una película de invasión zombie. La Biblia está llena de hazañas imposibles, desde actos que van en franca contradicción de las leyes de la naturaleza hasta eventos astronómicos que rompen con el orden del universo. No los cuestiono: me queda claro que se trata de una cultura que se fue transmitiendo de boca en boca a lo largo de siglos y, de acuerdo a nuestra naturaleza, es parte esencial de lo que somos: nos gusta contar historias y creer mamadas de todo tipo. Otra historia que recuerdo es la de los santos Primo y Feliciano, la cual es parte de la obra La leyenda dorada, de Santiago de la Vorágine, escrita en el siglo XIII. Habla de cómo el emperador Docleciano intentó doblegarlos para dejar su religión (cristiana) y llevar a cabo los sacrificios que se practicaban en el imperio, pero ellos, naturalmente, se negaron. Fueron encarcelados y torturados, pero la fe de aquellos hombres era simplemente inquebrantable. Entonces se decidió por crucificar a uno, Feliciano. Pero el viejo no cedió, antes “soportó el tormento con felicidad y con visibles muestras de alegría”.
Entonces ocurrió algo intenso: “El prefecto, presa de gran indignación condujo a Primo donde estaba Feliciano para que pudieran verse, y seguidamente mandó que aplicaran a los costados de Primo teas encendidas y que derramaran chorros de plomo derretido sobre su boca. Primo bebió el plomo ardiente cual si se tratase de agua fresca”.
Eso de comer plomo fundido es un poco difícil de creer. Imagino la escena y comienza a arderme un poco la garganta al tiempo que termino bañado en sudor.
Las primeras incursiones en las Américas por parte de los europeos estaban llenas de noticias fantásticas, tanto de animales como de seres humanos modificados. Y en la antiguedad clásica leemos de islas y territorios inexistentes habitados por quimeras y monstruos de todo tipo. Ya no hay una línea clara en lo que ahora entendemos por “historia” y franca literatura. Y pienso que, aún hoy en día, es imposible establecer tal definición. La historia está repleta de ficciones extraordinarias. Muchas son sobrenaturales en tanto que otras son modificaciones de mitos antiguos. Hay de todo. El punto es que el cerebro no logra establecer una diferencia clara entre lo que ocurre y lo que cree, lo que pretende o lo que quiere ver. Muy en el fondo al cerebro no le importa si a un hecho le otorgamos una validez científica, filosófica o de mito y literatura. De hecho, todo parece indicar que prefiere inclinarse por la versión más divertida y extraña. Ahí el problema. Nuestro cerebro es un órgano muy especial: absorbe lo que ve, siente y escucha, y lo transforma en un gigantesco disparate que, por más ciencia y actitud reflexiva que le impongamos, siempre termina saliéndose con la suya, creando esquemas e interpretaciones sumamante extrañas de la realidad.
Otro tipo de literatura que me encanta es la de los viajes; los de la antiguedad clásica, llenos de hazañas heroicas y sitios increíbles, los que se llevaron a cabo en la era victoriana y que descubrieron al mundo más en términos científicos, la era de oro de las exploraciones árticas y, por supuesto, la era espacial, nuestra última frontera. A medida que nos acercamos a la Era de la Ilustración la fantasía, las peripecias imposibles y acrobacias mágicas van cediendo a una manera más lógica y estructurada de ver el mundo, de entenderlo. Pero, como ya dije, esa parte profunda, lúdica y bizarra de contemplar la realidad sigue ahí, y siempre busca la manera de colarse y de colocarse al frente de todo conocimiento, lógica y obviedad. Y, por encima de toda evidencia y demostración, seguimos creyendo en mamadas.
O sea que, a fin de cuentas, todo es un gran cuento. No tenemos remedio.
Ya mismo comienzo a escribir un cuento sobre ese día en que salieron los muertos de sus tumbas y aterrorizaron a la gente cuando murió Cristo. Veámoslo como una extensión del relato de Mateo. A ver si Stephen King no me gana la idea.