Cultura

Mala Cosa

Así le decían. Era un indio malo. Se piensa que era un chamán, un mago que podía conjurar las fuerzas oscuras del agua, el aire y la tierra. Dicen que venía de la Isla del Mal Hado y que acompañó a Álvar Núñez Cabeza de Vaca en su accidentada travesía por los territorios que ahora son Texas, Tamaulipas, Nuevo León y Coahuila. Le seguía como un raro Ángel Guardián.

El Mala Cosa caminaba largas distancias –siempre de noche– y dormía en cuevas, socavones y en agujeros que él mismo cavaba. Andaba con una tea en la mano izquierda y en la derecha hacía sonar un cascabel, que hacía temblar a quienes lo escuchaban. Le seguían coyotes, víboras y extrañas aves nocturnas, siempre en silencio y acechantes. A ratos se detenía, sacaba un cráneo deforme y entonaba cánticos e invocaciones en una lengua ya desaparecida.

Este indio traía una bota de agua y morral con amuletos, yerbas, semillas, huesecillos de animales y una resina que soltaba un muy mal olor al quemarla.

El Mala Cosa divaga por estos desiertos, atraviesa llanuras, páramos secos y rocosos, se va por esas cañadas profundas y se aparece en las pequeñas comunidades y rancherías. Se acerca a la gente y entonces elabora su hechicería. Hace encantamientos, cuenta historias, muele insectos y elabora pomadas y ungüentos. –En este lugar acechan monstruos y espíritus–, advierte. Así les hace creer que es capaz de liberarlos de aquellas amenazas a cambio de maíz, gallinas, frijoles, galletas y aguardiente. Pero como es indio malo, las cosas nunca salen bien, porque aquellas brujerías que servirían de protección logran lo contrario; tan pronto desaparece el Mala Cosa, aquellos sitios comienzan a experimentar una serie de infortunios y desavenencias. Los sembradíos desarrollan extraños cardos y perniciosas plagas que pronto terminan con la cosecha. En las casas aparecen insectos que al morder inyectan una ponzoña que ocasiona gran dolor y fiebres. Con la oscurana comienzan a verse en los alrededores extraños destellos y amenazantes reflejos. Pozos de agua y manantiales quedan malolientes y turbios. A mitad de la noche se aparecen los espectros de los fallecidos y los animales del corral enferman y mueren, y al abrirles el vientre se descubre una masa deshecha y agusanada de vísceras y músculos. Lo han ido a buscar, persiguiéndole al monte, para traerlo y reclamarle unos, matarle otros, pero nunca lo encuentran. –Se transforma en coyote–, dicen aquí. –Se vuelve pájaro oscuro–, afirman allá. –¡Es un nahual!–, testifican otros. Hay quien asegura que se pega a los nopales y huizaches, y su piel se vuelve como la de esas plantas. Incluso se asegura que ni siquiera es un hombre: es un algo. Lo cierto es que desaparece un tiempo y vuelve a aparecerse, lejos de los lugares donde sembró maleficios.

El Mala Cosa es flaco, correoso, harapiento y sus carnes parecen las de una momia: secas, agrietadas y pegadas al hueso. Su rostro, alargado, con los pómulos salientes, los ojos hundidos y oscuros, la frente ancha, nariz recta y una barba grisácea y larga, pero delgada. Tiene el cabello largo y lacio, y parece un náufrago.

El capitán Alonso de León lo reportó cerca de Monclova, en una de las misiones en lo que ahora es Candela, en Coahuila. Así se fueron sucediendo sus apariciones, registradas en las crónicas de esas épocas, hasta nuestros días.

Este es un indio que viene desde antes de los españoles. En alguna crónica antigua se menciona que fue precisamente el Mala Cosa quien abordó un navío español y mató a la mayoría de su tripulación. Es la maldad.

No se ha ido; continúa por estos desiertos y caminos envueltos por el polvo, el calor y los ruidos extraños, y aunque ya casi nadie sabe de él, los viejitos de aquellos pueblos tiemblan solo de escuchar su nombre, porque saben quién es.

Adrián Herrera

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