Soy de Monterrey. Prendo el asador por lo menos una vez por semana. Es una tradición acá en el norte y aunque en otras partes de la República tiene fama de ser un evento primitivo, me temo que es mucho más que eso. Sí: es un fenómeno ancestral, pero esconde una génesis muy interesante. Ya le platico.
Lo del fuego fue un descubrimiento y creación simultáneos; reconocemos que se encuentra de manera natural y de muy variadas maneras, pero el lograr asirlo, manipularlo y posteriormente transformarlo convierte este proceso en creación. El concepto de fuego podrá ser específico, pero yo lo quiero usar como base para entender el manejo de la energía. Desde una fogata común en una noche de campamento hasta la energía nuclear, hemos ido poco a poco desentrañando los secretos de la energía y sus maneras de aplicarla. Y como soy cocinero, me voy a concentrar en el uso de la energía para cocinar y, específicamente, me voy a referir a la carne asada.
Desde que se pusieron de moda los cortes y su manera correcta de asarse, se ha generado una especie de liturgia a su alrededor. Preceptos y mandamientos que ya parecen códigos inviolables nos atosigan y angustian para comer de cierta manera. Claro que no siempre fue así; en aquellas brumosas épocas la carne no se servía término medio ni en sashimi; casi se quemaba. Por eso cuando nos llegan esos aromas a proteína, humo y grasa quemándose nos alborotamos de manera incomprensible, profunda. La paleoantropología nos ha develado una serie de descubrimientos tanto anatómicos como ecológicos en torno a esto de asar carne; la evolución de la dentadura y de los músculos para masticar demuestran que hemos pasado por una serie de fases que han devenido en lo que somos hoy: omnívoros. Hemos descubierto restos de campamentos con fogatas, huesos tatemados, puntas de lanza. Además desarrollamos una capacidad comunicativa muy poderosa que permitió la cacería en grupo y después vino la domesticación de ciertas especies –ganadería – y posteriormente la agricultura. Pensemos ahora en un estofado de costilla con zanahorias y papas para resumir este devenir. Ah, y no olvidemos el vino. De eso hablaré en otra columna.
Volvamos a la parte que más me interesa: juntarse alrededor del fuego a asar la carne y a contar historias. Siento que todo parte de ahí. Imagínese el lento, pero profundísimo proceso de ir manipulando una serie de sonidos complejos para crear la gran Babel del lenguaje y de ahí generar mitos e historia para ir formando una idea de nosotros y del mundo. Es fascinante y alucinante. Imagínese que de pronto un cenzontle obtenga la capacidad de transmutar toda su gama de cantos en un lenguaje discernible y que, encima, evolucione en mil lenguas distintas. Pues algo así ocurrió con nuestros ancestros antropomorfos. Pero el tema de la historia es algo que nos llevó a otra fase de desarrollo.
Dice Anne Carson que: “La palabra historia viene del griego y debe sus orígenes a varias cosas, entre ellas ‘aquello que cuentan los sabios’ y en otra opinión quiere decir preguntar. Quien pregunta acerca de las cosas –sus dimensiones, peso, ubicación, estados de ánimo, nombres, santidad, aromas– es un historiador”.
Las preguntas vienen como consecuencia inmediata de –e implacablemente asociada a– la curiosidad. Y las preguntas se responden de muy diversas maneras; con mitos, con dibujos que narran, pero que descubren inquietudes y puntos de vista, con palabras que enrollan y compactan varios significados, con trazos sobre la arena para puntualizar algún hecho notable. Lo nuestro es expresar lo que vemos, sentimos, olemos, probamos y deseamos de cualquier manera imaginable. Y con la evolución de la cocina hemos creado no solo un registro de nuestra cultura, sino una narrativa poderosísima capaz de representar la naturaleza y explicar, en parte, nuestro lugar en ella.
La literatura no es un proceso abstracto (como las matemáticas), es un fenómeno honesto y directo que, partiendo de la tradición oral, conserva su carácter social, espontáneo y orgánico. Por eso los libros rebuscados me cagan. Por eso un libro es capaz de evocar esa interacción primigenia y abstraernos, arrebatarnos y llevarnos a una fogata en medio de una llanura, dentro de una caverna o junto a un lago.
Hablar y comer. Dos de los procesos humanos más fundamentales. Si no me cree métase a un restaurante a la hora de la comida y verá. Claro que después de contemplar tal escena no quedará más que concluir que no somos más que micos parlanchines y obesos, pero esto de los excesos también es parte de nuestra particular manera de ser.
Hablar y comer, un proceso en donde se ensayan los procesos primigenios de la civilización. Un evento donde le pusimos nombres al mundo y donde aprendimos a comerlo. Aprender a narrar la experiencia del mundo y de saborearlo, olerlo, tocarlo y meterlo en una olla o pasarlo por el crujiente fuego.
Es la sabiduría que hemos ido poco a poco configurando, conjeturando, confabulando y acumulando.
Y todo comenzó en una carne asada.