Cultura

Libertad de expresión

Qué tema tan complicado. No sabría por dónde empezar. Cuando uno se encuentra en estos estados de incertidumbre y confusión, lo mejor es dejar que los pensadores tomen la palabra. Dice Emilio Lledó que “el descubrimiento de que la democracia se sustenta en la educación constituyó la esencia del legado democrático. Educación significó fomento y ejercicio de la libertad: libertad para poder pensar. Esa lucha que nació de una liberación del mito como explicación de las cosas, implicó algo que, bajo el sonido de palabras adormecedoras, trivializadas por el uso, como libertad de expresión, podría desviarnos de ese ejercicio de la libertad. Porque no se trata solo de poder decir, de poder expresarse, sino de poder pensar para, efectivamente, tener algo que decir. ¿Qué importa la libertad de expresión si lo que expresamos es el discurso estúpido y vacío de las palabras mal sabidas, de los conceptos manipulados, de las ideas estereotipadas, convertidas en pringue ideológica que se recalienta en el rescoldo de nuestros miedos y de nuestros intereses?”.

O sea, lo que el filósofo quiere decir es que no hay que hablar a lo pendejo. Si su discurso no tiene contenido, absténgase de opinar. Si quiere, puede poner likes y emoticones, pero hasta ahí.

Porque es muy fácil replicar una opinión sin entender su esencia, su trasfondo, su contexto. Eso no es opinión, es lo que hacen los pericos. Si con libertad de expresión se entiende libertad para expresar puntos de vista, opiniones y así, hay que especificar que tal libertad debe tener cierta manera de operar. Reglas, principios, algo así. No es repartir graznidos y ladridos solo porque podemos, tiene que haber algo de orden y sentido en ese concepto. Lo que se debe hacer aquí es educar a las personas a que aprendan a expresarse adecuadamente, a evitar vicios, ciclos y desenfrenos. A diferenciar lo falso, lo manipulado, lo tergiversado. Esa es la parte difícil.

Nos hemos vuelto insensibles al ruido creado por el barullo indiferenciado y vacío de la rabieta, la reacción estrepitosa y la verborrea descontrolada de las opiniones que hora con hora se apretujan y acumulan en las redes sociales. Tal vez nuestro cerebro se ha terminado por desconectar de tanto ruido, para conservar su integridad funcional y para no perderse entre tanta confusión. Ya no se trata de diferenciar opiniones bien fundamentadas y pensadas de aquellas que son meros disparates, el reto ahora es eludir el zafarrancho que este exceso ha creado. Es un sistema que, en mi mejor opinión, ya colapsó. Igual que el sistema de tránsito vehicular en las metrópolis del planeta. Aquí ya no es quién tiene la razón, sino quién grita más fuerte y quién logra empujar y aplastar, por la fuerza de la estridencia y por el ímpetu de la popularidad, no de la razón ni del contenido.

Entonces, siguiendo con la lógica del filósofo que cité al principio, hay que educarnos, hay que estudiar, informarnos, cuestionar, comparar, discernir y después de todo esto, opinar. ¿Está cabrón, verdad? Exacto. Por eso es más fácil no pensar y reaccionar. Porque al día de hoy, espetar en redes sociales es un ejercicio catártico y burdo, no más.

Lo que tenemos aquí ya no es una libertad de expresión, sino una libertad para pegar de alaridos e insultos que queremos interpretar como opiniones.

Pero son solo eso: guau, guau, guau.

Y así, entre ladridos, aullidos, glosolalias, disonancias, murmullos, suspiros, cacofonías, psicofonías, eructos y desparpajos verbales, vamos poco a poco construyendo una sociedad de ruidos indescifrables que ya hace tiempo dejaron de ser lengua y razón.

Hemos construido y regresado a la cueva de la barbarie.

Adrián Herrera

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