Se imagina usted el problema que tengo justo ahora que presento una propuesta –muy necesaria– de leer por lo menos dos veces un texto cuando vivimos en un país y en una época donde, para empezar, leer no es una prioridad.
Hay que reconocer dos tipos de lectura: una, lúdica, despreocupada, desparpajada y relajada, y la otra, la que se toma las cosas –a veces– demasiado en serio y pertenece al ámbito del estudio y de lo académico. De ese último ímpetu veo que leer obedece a varios influjos: como parte de un trabajo, digamos, de investigación, o docencia. Otra razón, la más extraña, se da por pasión, o quizá una demencia obsesiva por descubrir, develar o dar con la esencia de algo.
En cuanto a la lectura lúdica puedo decir que en tanto su metodología pueda ser distinta a la lectura razonada o académica, se logran descubrimientos importantes. De otra manera, pero uno siempre llega a algo leyendo. Lo que no se discute es que la lectura genera una serie de experiencias envolventes que nos arrebatan, ya sea por mera influencia del entretenimiento o por curiosidad intelectual genuina.
Por ejemplo: cierto tipo de poemas son capaces de sobresaltarnos y causar intensas reacciones, ya sean poemas épicos como la rima del marinero anciano de Coleridge o algún soneto de Quevedo. En ese caso no se buscan respuestas ni retos intelectuales, a la mierda con eso. Lo que queremos es una reacción emocional.
Y entonces vienen esas otras lecturas que, ahora sí, nos desafían y procuran otra clase de placer.
Y quizá el tema no es el tipo de lectura, sino la manera en la que la abordamos. Le explico: fui estudiante de medicina. En los dos años que estuve en la facultad estudié histología, bioquímica, anatomía, embriología y fisiología. Con esa agenda obtuve una imagen clara y precisa del desarrollo, organización tisular, estructura y funcionamiento del cuerpo humano. Fue una experiencia intensa y enriquecedora. El problema es que en ese momento estudiaba para pasar los exámenes y eso evitó que disfrutara la experiencia de estar obteniendo conocimiento. Porque, de principio, entré a la facultad no con una intención práctica de curar gente, sino más bien por una idea romántica de que, para obtener una idea general del mundo natural, debía comenzar por el ser humano. Y fíjese que lo mejor fue dejar la carrera de medicina, porque me di cuenta que lo que me apasionaba era el conocimiento, no la praxis. Hoy, a más de 30 años de haber pasado por la escuela, releo mis viejos textos y quedo inmerso en una aventura maravillosa. Reconozco un cúmulo de conocimiento ordenado y metódico que ha tardado siglos en consolidarse –y, claro, que continúa–. Hoy ya no siento esa tensión y angustia por aprobar ningún curso o examen, y puedo disfrutar de ese conocimiento desde otra perspectiva. Me pregunto si habrá médicos que, viendo sus textos de escuela, piensen de esa manera.
Tengo una pila de libros en mi buró que está por tocar el techo. Los quiero leer todos y al mismo tiempo. En mi estudio tengo muchos más. Son tantos que he tenido que aceptar la dolorosa y frustrante realidad de que no voy a alcanzar a leerlos todos. Como consecuencia de esa revelación estadística he formulado una agenda, una normativa sobre cómo y qué leer. Así, cuando llega un libro, lo primero que hago es leer el prólogo, introducción, prefacio o presentación. Es la mejor manera de comenzar a leer una obra. Claro que hay prologuistas que se pasan de verga e intentan darse más importancia en su texto que la obra que refieren. Una cuestión de ego desmedido. Pero dejando eso a un lado hay que notar que estas introducciones me avisan o advierten si el libro me va a gustar o a entretener. Si el libro me gusta comienzo a leerlo y me comprometo. Si no, a chingar a su madre. Hay lecturas para todos. Lo que quiero decir es que me he vuelto impulsiva y ferozmente selectivo. Y es que no hay tiempo para actuar de otra manera.
Uno tiende no solo a aprender a leer, sino a descubrir una manera personal de leer. Yo hago lo siguiente: a medida que leo, voy anotando aquellas partes que me llaman la atención, aquellas que considero valiosas o que me sobresaltan. Hago un marca, una raya, flechita o estrella, y en la hoja en blanco que casi siempre queda al final de los libros anoto la página donde registré ese apunte. Cuando termino el libro paso todas esas notas a un archivo en la computadora. Así elaboro una especie de extracto, de impresión de lo leído que me sirve para muchas cosas, como elaborar una reseña, generar citas para redes sociales, tomar ideas para un cuento o ensayo, o para esta columna. Pero la función más importante es vivir mis lecturas, mis libros. Es un mundo insondable.
Bueno, y a todo esto, ¿a qué iba con el artículo? Ah, claro, a que hay que leer dos veces algunos textos porque con ello descubrimos un montón de cosas que no habíamos advertido en la primera lectura. Solo eso. Y de pasada invitarlo a que lea, lo que quiera, pero lea.