La novela The Andromeda Strain, de Michael Crichton, trata sobre un microorganismo que ha entrado a la Tierra en una sonda espacial y que al estrellarse cerca de un pueblo invade el sistema respiratorio de las personas, matándolas. Recuerdo haber visto la película del mismo nombre; esto fue allá en la década de los setenta. Casi todo el drama transcurre en un laboratorio bajo tierra secreto en el desierto. Los científicos aíslan el organismo para estudiarlo y así ver la manera de deshacerse de él. Es una carrera contra el tiempo y deben encontrar una cura, de lo contrario, se propagará por el aire y matará a millones.
Por esos años leí una versión compacta de La guerra de los mundos, de H.G. Wells. Me horrorizaron las escenas de las naves espaciales marcianas que caminaban como insectos gigantes vaporizando todo lo que encontraban a su paso. Después escuché la radiotransmisión de la misma obra por Orson Welles, allá por 1938. La adaptación fue hecha por el mismo Welles y narrada de tal manera que la gente en sus casas, trabajos y autos pensaron que se trataba de una invasión extraterrestre auténtica. Fue tal la conmoción que la gente entró en pánico y muchos se suicidaron. En ese tiempo no había ni televisión ni mucho menos internet, por lo que el radio era el único medio –inmediato– de información. Tenía un impacto tremendo, prueba de ello, esa transmisión de la CBS de Welles que transformó un apacible y tranquilo domingo por la mañana en una auténtica invasión marciana. El efecto generado por ese programa de radio fue importante, pues nos enseñó mucho sobre cómo nos comportamos en masa y también sobre el poder de un medio de comunicación masivo, tanto para crear una oleada de terror como para educar y prevenir.
Para fortuna nuestra, los marcianos al final terminan muriendo, pues no poseen los anticuerpos necesarios para lidiar con los microorganismos que hay en la Tierra (y que son incontables).
Todas las mañanas leo el róster de noticias en mi celular. Además de la ya típica presencia de un asteroide asesino que pasará peligrosamente cerca de la Tierra, aparece otra noticia aparentemente positiva: científicos en tal o cual parte del mundo han descubierto un exoplaneta que tiene características similares a las de la Tierra: orbita alrededor de una estrella como la nuestra, posee una atmósfera con oxígeno y agua y goza de temperaturas veraniegas. Excelente. Pero hay un problema: se encuentra a 200 años luz. Ah, mira, pues todo parece indicar que, con la tecnología que tenemos ahora, no vamos a llegar pronto. Es más, no es posible llegar ah, punto. Bien, supongamos que logramos encontrar una manera de doblar el espacio y, en efecto, hemos llegado al planeta en cuestión. Lo que va a ocurrir ahora es sencillo: al primer respiro en esa atmósfera nos vamos a llenar de bichos extraños que van a terminar por matarnos. Nosotros somos los marcianos de ese planeta, los invasores. Tendrían que pasar milenios antes de que el cuerpo desarrolle anticuerpos y otros mecanismos de defensa y ni siquiera con eso se garantizaría nuestra supervivencia. Porque aquí, en la Tierra, evolucionamos después tres mil 500 millones de años: llevamos en nuestra estructura genética toda la información de esos cambios. Está cabrón.
Acaba de morir Max Von Sydow. Lo recuerdo bien por una película de Ingmar Bergman, El séptimo sello, en donde es él el protagonista. Trata sobre un caballero que viaja a través de un brote de plaga en el medioevo. La plaga negra, la peste bubónica. Los relatos sobre esas pandemias son espeluznantes. Recuerdan al ébola, en tiempos más recientes. Tuvieron que pasar siglos antes de descubrir antibióticos y medicinas más efectivas y, más importante, medidas de higiene, práctica casi inexistente en esas épocas.
Siempre hemos estado amenazados por infecciones y enfermedades de todo tipo; hemos fortalecido nuestros sistemas inmunes durante cientos de miles de años y así seguiremos, pues esas amenazas evolucionan, pero nuestros cuerpos también se adaptan a estos procesos. Somos una acumulación efectiva de memoria inmunológica. Seguiremos muriendo y con cada oleada de muerte y destrucción viene una generación de sobrevivientes que han asimilado la información necesaria para combatir enfermedades pasadas, pero también para crear mecanismos que puedan luchar con amenazas futuras. El cuerpo aprende.
Pero lo que no se va a resolver nunca es el virus más peligroso de todos: el de la ignorancia y la estupidez. Eso, por desgracia, nos acompaña siempre, desde que somos lo que somos. La verdadera amenaza aquí somos usted y yo. Somos un peligro para nosotros mismos y para el resto de la vida en el planeta. Y eso se va a terminar cuando estemos efectivamente extintos o mutados en una nueva y mejorada especie, una que no se ande con la colección de pendejadas que nos caracterizan.
Claro que siempre existe la esperanza de que ese asteroide que siempre pasa rozando la Tierra modifique un poco su trayectoria y finalmente nos parta la madre.
Hasta ese día.