Edward Gibbon, en su monumental obra La decadencia y caída del imperio romano, discute acerca de cómo la perfusión del cristianismo aceleró el proceso de disolución del imperio. Y esto dadas las características innatas de esta nueva religión. ¿Cuáles fueron las causas del rápido crecimiento de la religión cristiana en el imperio romano?, se pregunta Gibbon y pasa a enumerar cinco puntos:
-El inflexible e intolerante celo de los cristianos en desalentar la ley de Moisés.
-La doctrina en una vida post mórtem.
-Los poderes milagrosos adjudicados a la iglesia primitiva.
-La moral pura y austera de los cristianos.
-La unión y disciplina de la república cristiana, que gradualmente fue formando un estado independiente en el corazón del imperio.
Tanto Catherine Nixey como Gibbon concuerdan en que en el mundo antiguo previo al advenimiento del cristianismo existía una armonía religiosa asumida incluso por naciones hostiles entre sí y que respetaban sus supersticiones correspondientes. Los mismos romanos eran tolerantes de las creencias que tomaban como extrañas o exóticas y esto, en mi mejor opinión, se debió al simple hecho de que, tratándose de un imperio de esa magnitud geográfica, solo era natural tener que convivir con religiones, cultos y creencias de la más variada índole. Además, no era necesario reprimir ni acusar estas creencias en tanto que no representaban un peligro para la estabilidad política o económica del sistema. Sencillamente no era un tema de preocupación.
Gibbon, al hablar del cristianismo primitivo, se refiere a su actitud como una “perseverancia inflexible”. Quiero pensar que, como ciudadano de Roma, pudo haber sido tremendamente atractivo vivir entre una variedad de ritos y creencias distintas a los cultos oficiales. Curiosidad: aquí la palabra clave para entender la fascinación que provoca una idea, una manera distinta de percibir las cosas, una cultura diferente a la que hemos sido educados (¿indoctrinados tal vez?). Porque lo primero que despierta la curiosidad es, ante todo, sospecha. La curiosidad nos obliga a cuestionar, a indagar, pero se trata efectivamente de un arma de dos filos, pues si uno no tiene las herramientas lógicas para encauzar este cuestionamiento a un plano de reflexión y crítica podemos pasar fácilmente de una falacia a otra y darlas por ciertas. Así, una superstición o patraña pueden transformarse, por vía del convencimiento y de la repetición dogmática, en una verdad que debe acatarse. En el caso del cristianismo, esta religión se transformó en un sistema intolerante, anacrónico y, al final, peligroso. Porque la ignorancia, la pereza mental y la condescendencia siempre generan una actitud autodestructiva.
Pero, ¿por qué aceptamos doctrinas y esquemas de pensamiento que son claramente unidireccionales y exclusivos, y que provienen de concepciones primitivas? ¿Por qué tenemos esta tendencia a regresar a formas de pensar y a supuestos que ya han sido descartados? Lo digo por los que, en tiempos muy recientes, han revivido la noción de que la Tierra es plana y que las vacunas son peligrosas, entre otras barbaridades. De cierta manera hemos apostado a que el conocimiento y eso que llamamos “avance y progreso” son fenómenos lineares y acumulativos, pero todo parece indicar que ese no es el caso. ¿Quiere decir que podemos revertir el avance científico y social y regresar a esquemas de civilización primitivos? Me temo que sí, es una posibilidad muy real. Prueba de ello, las democracias fallidas y el resurgimiento de actitudes como la de rechazar la ciencia y darle mayor importancia a la religión, a los cultos metafísicos y a otros disparates francamente insostenibles.
Pienso que la intolerancia proviene esencialmente de una incapacidad para entender al otro y sus cosas. Inhabilidad para procesar esa otredad en nosotros, en asumir, por un momento, esas cosas que nos parecen raras o que nos violentan y sentir que, bajo ciertas condiciones, pueden ser nuestras. Pensar que otros consideran nuestras creencias o maneras de ser como extrañas es vernos en un espejo que puede, si así lo queremos, neutralizar la idea de que somos únicos y que somos la medida de todas las cosas.
Los reaccionarios, los ofendidos, los hipersensibles y los seres emocionalmente comprometidos han descubierto la manera de secuestrar el concepto de intolerancia para justificar su rabia y esconder sus debilidades, sus traumas y su incapacidad para negociar con el entorno que ellos perciben como hostil. Aquellos que aparentan luchar de manera legítima por una actitud inclusiva y de respeto violentan estas ideas al utilizar ellos mismos los mecanismos represores y de violencia que critican. Censuran y suprimen lo que a ellos les parece lenguaje ofensivo o que incita al odio, pero se valen de ese mismo discurso para hacer lo mismo. Me parece que hay mucha gente que no tiene ni puta idea de qué es lo que le pasa ni por qué protesta, pero encuentra catártico hacerlo.
Hay que revisar constantemente la historia, allí podremos encontrar réplicas exactas de todo cuanto ocurre hoy, allí será posible encontrar también la solución.
Si es que la hay.