Me llamo Farid. Nací cristiano evangélico. A muy temprana edad descubrí que era gay; desde siempre tuve una atracción tanto física como emocional por mis compañeros. A los 13 años mi mamá descubrió que tenía una relación con otro chavo. Hubo una confrontación; yo tenía que decir la verdad porque me era prohibido mentir, y menos a mi madre. El tema es que a Dios no le gusta la homosexualidad. Mi mamá habló conmigo y prometió limpiar mi pecado. Me sentí avergonzado, pues estaba convencido de que mi preferencia sexual era algo contrario a los designios de Dios. Entonces me presentó ante los pastores como gay; me tomaron como de dominio público y todos se enteraron de mi ‘problema’. Hicieron cadenas de oración y mientras dormía imponían sus manos sobre mí para purificarme. Después se acercaban y me hacían preguntas como: ‘¿Qué tanto quieres agradar a Dios? ¿Quieres enorgullecerlo? ¿Quieres ser su hijo?’. Comencé a hacer oración intensa y ayunos de tres y cuatro días seguidos. Lo hacía solo, en mi habitación, y pedía a Dios que bajara y me quitara la homosexualidad. Desarrollé un sentido tremendo de culpa que me provocó un conflicto interno brutal. En ese momento no quería sentir esta atracción por otros hombres.
“La congregación me enviaba a congresos específicos para tratar la homosexualidad y ahí exhibía mi caso. Cuando tenía entre 15 y 16 años el apóstol de mi iglesia financió un cambio de look en mí; me raparon, quemaron mi vestuario y me obligaron a verme más varonil. Después me forzaron a practicar un deporte “para hombres”, pero nunca logré identificarme. Me metí a un grupo de skateboard evangélico y tuve que hacerme de una novia, lo que generó otra línea de problemas.
Una tarde el apóstol me dijo algo que me dejó marcado y que hasta hoy me persigue: –Tu estás en espera de un milagro, y debes vivir como si el milagro ya hubiera ocurrido, porque somos personas de fe. Me lo creí, al grado que comencé a comportarme como heterosexual. Ya con mi novia hacía cosas que no me gustaban, pero un día llegué a creer que mi problema se había resuelto.
Pero todo esto se rompió cuando un día estuve en la intimidad con ella. Comencé a sentirme incómodo, me levanté y me encerré en el baño. Tuve un ataque de ansiedad. Entonces tuve una catarsis: todo ese mantra que me había creído se vino abajo. Ella ni me atraía ni me excitaba, y estaba avergonzado.
“Luego de más de cinco años de mentirme a mí mismo comencé a tener problemas con mi mamá, con mi novia, con todos. Estaba terriblemente frustrado: el milagro nunca ocurrió y éste se transformó en odio. Me harté. Dejé de ir a la escuela, estaba deprimido, perdido. Dejé de hablarle a mi mamá un buen tiempo, hasta que una noche ella entró al cuarto y me confesó que había entendido todo y que estaba de mi lado. –Tuviste una infancia difícil, y no quiero que pases una juventud miserable. No importa lo que diga la iglesia, eres mi hijo y estoy aquí para apoyarte y si tengo que separarme de la iglesia, lo haré, –me dijo—.
Entendí que no tengo que aspirar a la santidad, que soy físico, terrenal, y ya no me preocupa si no logro agradar a Dios. Tenía 18 años. Entonces fui a la iglesia y hablé con el apóstol y le expliqué todo. Entonces me dijo: –Yo puedo aceptar tu situación, pero no puedo hacerlo frente a la congregación. Prefiero perder a una oveja negra que a 800 personas.
Ahí terminó mi relación con la iglesia.
Y mi problema”.
¿Le parece a usted lógico que a estas alturas de la historia todavía estemos preocupados por las preferencias sexuales de las personas? ¿Tiene sentido complicar y destruir la vida de niños y adolescentes basados en creencias obsoletas y anacrónicas sacadas de un libro escrito en la edad del bronce? Yo no lo entiendo. Y luego está el asunto de que en estas congregaciones tus problemas los exponen como si estuvieras en un grupo de Alcohólicos Anónimos. Bueno, pues sirva este testimonio real para crear conciencia de un problema social que tiene serias repercusiones psicológicas en las personas.
Adrián Herrera