La técnica desarrollada por el doctor Henry Heimlich ha probado ser exitosa en un gran número de casos, pero no es ni mucho menos una panacea. Una mañana le pregunté al profesor de anatomía cómo se las ingeniaban antes de la Heimlich para rescatar gente con vías respiratorias superiores obstruidas: –Les cortaban el cuello para abrir la tráquea–, dijo, haciendo un movimiento horizontal sobre su cuello. Entonces pensé que uno debía siempre traer una navaja bien afilada, por si se llegase a necesitar.
En aquellos años estudiaba medicina. Cursaba el segundo semestre y estaba familiarizado con anatomía, fisiología, histología, bioquímica y embriología. Siempre me gustaron más las fisiologías que las anatomías. De hecho reprobé, como una gran mayoría, anatomía en el primer semestre, y la tuve que volver a llevar. Y qué bueno, porque termina uno bien estudiado en el tema. El caso es que ya habíamos llevado nuestro curso de primeros auxilios, que iba un poco más allá que eso, pues éramos estudiantes de medicina. Todas las mañanas atendíamos las clases correspondientes; los martes entrábamos un poco más tarde, por lo que aprovechábamos para desayunar.
Enfrente de la facultad había una cafetería; ese día desayunaba con otro compañero. A dos mesas estaba un gordo atascándose de manera ruidosa y grotesca. Su acompañante, una dama rechoncha y escandalosa, comía de la misma manera. En segundos, al tipo se le atascó algo en el gaznate; comenzó a hacer aspavientos, arrojó los platos de la mesa al suelo, se levantó de la silla y luego se volvió a sentar, llevándose la mano al cuello e intentando crear mensajes, como los de un mimo. Su acompañante comenzó a gritar histérica: –¡Rápido, idiotas! ¡Vayan por un doctor! Se refería a los meseros, los cuales estaban estupefactos sin hallar qué hacer. Ella continuó: –¡Se está infartando! Entonces se acercó el gerente y preguntó qué debían hacer. –¡Corran al otro lado de la calle y traigan un doctor!–, gritó. Se refería, por supuesto, a la facultad y al hospital que estaba al lado. Mientras, el gordo se ahogaba. Su rostro abotagado parecía como si fuera a estallar. Estaba morado. Yo iba a mitad de mis huevos rancheros. Todos en el comedor miraban la escena, pero nadie hacía nada. Miraban, solo eso. Terminé mi bocado, lo pasé con un buen sorbo de café amargo, me limpié los labios con la servilleta, me levanté y fui hacia donde estaban el gordo y la histérica, que seguía pegando de alaridos. Con hercúleo esfuerzo levanté al gordo de la silla y le pasé los brazos por encima del ombligo. Estaba tan gordo que no logré juntar mis manos, pero así me las ingenié, apachurrando aquí y allá, para dar un duro y contundente zarpazo en la parte alta del abdomen y qué creen: salió expelida, a gran velocidad, la mitad de una babosa y pálida salchicha, que fue a dar justo a la mesa donde comían. Lo solté y el gordo se desplomó. Respiraba como un recién nacido, como alguien que ha estado unos buenos minutos bajo el agua y al salir a la superficie emite un silbido como de ultratumba, como intentando meterse todo el puto aire del planeta de una bocanada. Su descontrolada acompañante se fue sobre él, le volteó el rostro y lo cacheteó, recriminándole haberla hecho pasar semejante bochorno. Yo regresé a mi mesa y continué con mi desayuno. Mi compañero se había ido a la facultad junto con el gerente del restaurante y al tiempo llegaron con un paramédico. Para entonces, yo había pagado la cuenta e iba de regreso a la clase de fisiología, que estaba a punto de comenzar. El gordo y la histérica aprovecharon la agitación y el argüende y se fueron sin pagar.
Ya en la clase, respiré hondo y sentí el fresco aire entrar y salir de mis pulmones y nunca me sentí tan bien y tan vivo como en ese momento.
El doctor Heimlich murió en 2016, a los 96 años.
Adrián Herrera