Fui a la farmacia. Mostré la receta al dependiente y éste fue colocando los medicamentos sobre el mostrador. Recordé entonces que, cuando niño, mi mamá iba seguido a una farmacia en el centro y allí le preparaban medicamentos ordenados por el pediatra. Tenía un cuartito con una gran mesa de madera y sobre ella se veían retortas, vasos de precipitado, envases llenos de polvos de distintos colores, sustancias líquidas unas, oleaginosas otras, una maquinita para prensar pastillas, dosificadoras, morteros y embudos. Siempre que recuerdo aquel sitio me viene a la mente la pintura de El Alquimista, de Joseph Wright. Bueno, pues esos sitios, que ahora ya casi no hay, se llamaban entonces boticas. Las recetas eran interesantísimas; algunas indicaban el paso a paso para ejecutar el remedio y otras daban por hecho que el farmacéutico sabía cómo hacerlas. En todo caso existía un conocimiento mucho más profundo y claro de los procesos fisicoquímicos detrás de los medicamentos, y los boticarios sostenían a su vez una relación más humana y estrecha con sus clientes.
Se descubrieron nuevos y mejores medicamentos, la medicina progresó, la población aumentó, los procesos se adaptaron a sistemas de producción masivos y así nació una nueva manera tanto de hacer medicina como de dosificar medicamentos. No voy a tocar el tema ni de las deficiencias del diagnóstico médico (debidos en gran parte a la pereza y la comodidad de confiarse en las maravillosas máquinas modernas) ni de los esquemas de corrupción y abusos en el asunto de las medicinas. Basta con decir que los médicos de antes poseían una mayor capacidad de diagnóstico que los de hoy, principalmente porque no tenían suficientes instrumentos y aparatos para confirmar sus presunciones y sospechas. Se hacía de otra manera. Antes las mujeres de casa sabían confeccionar toda clase de remedios, cuando hoy, ante la mínima dolencia, tos, escalofrío o prurito, corren con el médico especialista para que este les recete una bonita y mágica cajita con comprimidos, pastillas sublinguales, grageas, solución, ungüento tópico, aplicación con jeringa, tableta efervescente, emulsión o tremendo supositorio. En suma: una gran parte de nuestras dolencias pueden tratarse en casa, con un médico general o hasta con reposo, dieta y horas de sueño, pero preferimos al especialista –casi siempre innecesario y exagerado– y el montón de medicinas que no sirven de mucho (más que para llenarle los bolsillos a una industria voraz y poco ética). Y esta dependencia nos ha vuelto más enfermos. Ahí la paradoja: medicamentos y procesos que han logrado curar y prevenir una cantidad importante de enfermedades ahora nos dan una patada en el culo y nos vuelven más sensibles, paranoicos e hipocondriacos.
Se supone que todos estos avances son para mejorar nuestra calidad de vida, no para añadir malestares y síndromes psiquiátricos. Muchos de estos remedios caseros que se usaban antes –y que aún se estudian y aplican en ciertas comunidades rurales y aisladas– pueden encontrarse en videos en internet, pero ahora nos topamos con el problema de que todo mundo publica pendejada y media, y ahora debemos tomar un curso para aprender a diferenciar entre un contenido real, útil y bien fundamentado de uno falaz. De no creerse. ¿Se acuerda de aquella serie de televisión, MacGyver? Era sobre un tipo superversátil que resolvía todo con una navaja suiza. El tema era que se podían resolver problemas complejos con sentido común, atención, improvisación y conocimientos básicos sobre todo. Eso ya se perdió. Nos hemos entregado a máquinas que lo hacen todo, medicinas que pretenden curarlo todo y alimentos que no aportan nada, pero que nos dan la sensación de estar bien alimentados. La tecnología es para asistirnos, no es magia, no hace nada por sí sola. Tenemos mucho que reaprender.
Adrián Herrera