Súbase al Metro y póngase a cantar “El ratón vaquero”, “La patita” o “Caminito de la escuela” y le apuesto lo que quiera que por lo menos una persona se pone a cantar con usted. Y es que esas canciones han quedado impresas en la imaginación de la gente y son parte importante de nuestra cultura. El problema es que, con cada generación, su efecto se va diluyendo y lo peor es que todavía no sale un compositor de ese tamaño y fama que le sustituya.
Celebré una carne asada con amigos de mi edad y uno que otro vejestorio parlante y melancólico hinchado de formol. No es de sorprender que una manga de cincuentones alcoholizados cantemos tales canciones como quien entona a Los Cadetes de Linares, Invasores de Nuevo León o a Los Cardenales.
En otra fiesta alguien puso música y por ahí se coló una canción de Cri-Cri: “El ratón vaquero”. Qué infortunio. Un estudiante de ciencias políticas mencionó que tal canción era en realidad una reivindicación de los valores comunistas en contra el expansionismo y corporativismo capitalista yanqui. Y por supuesto que otro agregó que sí, que la canción era una confrontación con el señor Walt Disney y su ratón Miguelito y que, él lo sabe por cierto, el señor Disney le debe su éxito a Gabilondo Soler, del cual afirma haber sacado todas sus ideas para crear ese mundo tan particular y maravilloso. Cómo ve.
Escucho “La marcha de las letras”. Fabulosa. “Que todos los niños estén muy atentos...”. No abogo por que tal pieza sea un modelo educativo, pero tampoco debemos subestimar su intención. Son otros tiempos y no debemos juzgarlos bajo nuestros estándares. La tolerancia no estriba en adecuar las cosas a nuestro punto de vista, sino a la comprensión de las circunstancias que envolvían y que generaron tales expresiones. Entonces nos quedará clarísimo que no es posible traer esas expresiones a nuestro momento y pretender adaptarlas y que todos las acepten. Se pueden, de alguna manera, actualizarlas, pero nunca traerlas al aquí y ahora, eso es ficción y necedad.
Ahora escucho “La fiesta de los zapatos”, una de mis piezas favoritas. Imaginarlo es una locura. Me recuerda mucho a esa caricatura histórica de Mickey Mouse, “Fantasía” (el aprendiz de brujo), de 1940. Esa magia solo es posible a través de la potencia imaginativa de estos genios.
También hay racismo, mire: “Negrito Sandía” y “La Negrita Cucurumbé”, personaje que desea ser blanca y así va a la playa para ver si con el agua puede blanquear su piel. Me recuerda a esa pieza clásica, “Angelitos negros”. Ya, por favor. Dejemos esos discursos en los tiempos a los que pertenecen, traerlos a esta época es un despropósito, una necedad.
Me deprime un poco que los niños de hoy no crezcan con algún tipo de inocencia, de magia, de pedagogía, de estímulos que otros tiempos se consideraban esenciales para formarlos. No. Hoy gozan de aparatos electrónicos donde el mundo entero se les presenta frente a ellos, pero sin un guión, sin intención, sin sentido. Las cosas ocurren frente a ellos en una pantallita iluminada y solo pueden esperar uno que otro juego tonto, un show de botargas o animaciones digitales estrambóticas, alucinadas, imposibles. Pobres niños.
Quizá Gabilondo Soler escribió esas canciones pensando no en los niños de ese momento, sino en los adultos que somos hoy, ya tirados a chingar a su madre, desperdiciados, destruidos, despojados de esperanza, de sueños. Era, sin duda, un romántico que quería ver un mundo ideal que ni siquiera a través de los ojos de la infancia pudo recrear. Nunca ocurrió.
¿Anacrónico? ¿Obsoleto? Claro que no. Todavía puede rescatarse algo.
Piense lo que quiera, pero somos un país afortunado por haber tenido a Francisco Gabilondo Soler, tanto como a José Alfredo Jiménez o a Juan Gabriel, cada uno en su estilo.
Al final, un diminuto y tímido grillito toca su violín al fondo del jardín, y solo espera que alguien escuche sus melodías y que, con suerte, no se lo coma un sapo.