No es nada nuevo. Desde la antigüedad hemos vaticinado el fin del mundo. Desde los anacoretas de esos desiertos del Medio Oriente, los académicos griegos, el mismísimo Apocalipsis bíblico, fatalistas varios, las religiones posteriores que aseguraban, con fechas exactas, el fin de las cosas y luego estos astrónomos modernos que nos bombardean con peligrosos asteroides que se acercan a la órbita terrestre y que nos recuerdan al fatídico impacto de Chixculub (y que determinó una extinción masiva que cambió una edad geológica por otra), se está dando, desde hace un tiempo ya, una campaña mediática sobre el fin de las cosas.
El universo está repleto de fenómenos destructivos. Es irrisorio hablar de planetas como el nuestro siendo amenazados por unas cuantas piedras perdidas en el espacio cuando vemos galaxias enteras, con sus miles de millones de estrellas, colisionar en un gigantesco espectáculo cósmico. Un planeta es solo un estúpido grano de arena flotando en un esquema tan colosalmente grande que nuestras matemáticas se convulsionan al tratar de captar los números reales de semejante proporción.
Lo que no me queda claro es el algoritmo que permite que me lleguen a mi celular cierto tipo de noticias y que nos bombardeen con una secuencia –que no es fortuita ni espontánea– de temas específicos. No quiero sonar a complot universal, pero hay algo detrás de todo esto. En alguna ocasión me dio por buscar videos de accidentes aéreos y todavía me llegan noticias sobre fallas en aviones, accidentes e incidentes con pasajeros. Pues no me diga que es casualidad. De verdad, estoy harto de ver todos los días noticias relacionadas con asteroides asesinos, virus pandémicos y prospectos de guerras mundiales. Ya estuvo bueno de fatalismos y cataclismos.
Estamos obsesionados con la muerte y la destrucción; solo hay que echar un vistazo a estos cultos metafísicos que combinan religión, esoterismo y ciencia ficción para crear esquemas que, en el ámbito de la literatura, son efectivísimos, pero que cuesta trabajo creer como realidades y que terminan casi siempre en aniquilación. Pienso que estos movimientos deben su lógica a esa alucinación llamada Apocalipsis; se trata de –creo yo– una mezcla entre una pesadilla y el consumo de drogas o alcohol escrita entre los siglos I y II de nuestra era y que la Iglesia católica toma por texto profético y de inspiración divina. Mire, la historia está repleta de profetas y videntes que han visto y anunciado la destrucción de la humanidad, pero ninguno había logrado evidenciar la manera en que esto ocurriría. Tuvo que desarrollarse plenamente una visión científica del universo para entender que nuestra destrucción estaría ligada a la de nuestra estrella, el Sol. Pero eso sería un proceso natural que habría de llevar miles de millones de años más; la verdadera destrucción es la que siempre ha ocurrido y es aquella que obedece a nuestra naturaleza. Nos hemos destruido más con guerras y por mera estupidez que por eventos catastróficos naturales. Solo en términos culturales hay que ver lo que la religión cristiana logró en un puñado de siglos: acabar prácticamente con el mundo clásico y con casi todo el conocimiento que se había acumulado hasta entonces. Y luego siguen, hoy en día, otros fanáticos con la misma línea de pensamiento. Esto no se termina nunca. Y cómo olvidar las cruzadas y otras guerras “santas” que manchan de sangre los textos de historia.
Nosotros somos ese apocalipsis que se presenta como una autodestrucción; la hemos soñado, maquinado y llevado a cabo, a veces de manera rápida y mortal y otras, despacio, con tal lentitud y sigilo que apenas nos damos cuenta. Creo que todavía nos falta activar un proceso de destrucción masivo similar al de un ataque viral o una peste medieval. Eso o un apocalipsis nuclear. Lo que sí es real es que el cambio climático, la sobrepoblación y las guerras por los recursos energéticos van a diezmar la población de manera importante.
De niño soñaba con el espacio y los viajes a otros planetas. Eso se hizo realidad en la década de los setenta cuando comenzamos a enviar sondas espaciales a explorar nuestro sistema solar. Las sondas Voyager fueron lanzadas en 1977 con el objetivo de hacer un “grand tour” de los planetas. Lograron su misión. Recientemente entraron en territorio interestelar. Se encuentran a casi 150 unidades astronómicas de nosotros. Algunos de los aparatos científicos que llevan a bordo han sido desactivados, pero otros siguen transmitiendo. La antena de la nave espacial se alinea para enviar una débil señal hasta la Tierra y ahí le regresamos órdenes. Se sabe que en unos años dejará de transmitir pero, si las cosas siguen como ahora, los que dejaremos de enviar señales al Voyager seremos nosotros. En este pedazo de roca con agua y gases solo quedará el recuerdo de una civilización que se autodestruyó, y su único recuerdo serán un puñado de sondas espaciales silenciosas perdidas en la inconmensurable ensoñación de la galaxia, fantasmas vagabundos de lo que en otrora fuera una gran civilización que soñó con descubrir el universo.