Lentamente hemos ido descubriendo y construyendo la estructura y propiedades del universo. Hasta 1920 se creía que vivíamos en un universo particularmente limitado a nuestra galaxia: ese era nuestro universo. Entonces, en 1924, Edwin Hubble descubrió que lo que entonces se pensaba eran nubes de polvo (nebulosas) eran en realidad otras galaxias. Este pasmoso descubrimiento logró amplificar de manera alucinante el tamaño -y edad- del cosmos. Poco a poco fueron apareciendo objetos y fenómenos que exhibían comportamientos extraños, como los quásares, pulsares y los enigmáticos agujeros negros. De pronto, el otrora apacible universo se llenó de fuegos artificiales y de rarísimas arquitecturas que jugaban con el tiempo y el espacio, y a medida que actualizamos nuestros aparatos, inventamos otros y generamos nuevas teorías, se van desvelando cosas antes insospechadas.
Cuando comenzó la era espacial empezamos a ver ovnis. Es natural; el universo entonces era un sitio misterioso y oscuro, solo accesible a través de telescopios y suposiciones matemáticas. Al salir de la atmósfera del planeta ocurrió algo portentoso, algo que cambió nuestra percepción del cielo de manera peculiar; proyectamos nuestra soledad sobre el oscuro y profundo telón cósmico creando así seres extraterrestres, curiosamente antropomorfos. Así fuimos llenando los cielos de naves espaciales de todas formas, elaborando una serie de historias y cuentos que muy posiblemente puedan generar una auténtica mitología.
Pero el fenómeno también está ligado a otra clase de temores; después de 1947 y a medida que se incrementaban las tensiones entre la Unión Soviética y los Estados Unidos, se fue desarrollando de manera creciente una paranoia doble: primero la de una invasión ideológica -y después física- del comunismo, y después la oleada de inmigrantes latinos. Invasiones, amenazas contra el aparentemente sólido sistema ético,moral y social de ese país. Y para el norteamericano promedio, esto se transmutó en hombrecillos verdes venidos de otro planeta y monstruos intergalácticos.
Después de 70 años, la salida del hombre al espacio, la exploración de la Luna y de las sondas no tripuladas -los gemelos Voyager entre las más emblemáticas- hemos ido progresivamente ampliando y ensanchando nuestra visión del universo.
Esto se debe principalmente a un fenómeno dual: en la combinación de la manera en que nos percibimos a nosotros mismos y en la forma en la que describimos la naturaleza generamos una conclusión -cambiante, claro- y nos adaptamos a ella hasta que ese esquema evolucione. Por ejemplo; en la Edad Media se creía que estábamos hechos a idea y semejanza de Dios y que la Tierra era el centro del universo. Descubrimientos científicos posteriores y razonamientos filosóficos modificaron estas ideas.
Una de las consecuencias de ir desvelando áreas cada vez más amplias del universo es que nuestra percepción de esos temibles extraterrestres que nos amenazaban es cada vez más caricaturesca y menos misteriosa. Con el descubrimiento de los exoplanetas aumentaron las probabilidades de encontrar vida. Nuestra idea de “vida” está confinada a un cuerpo celeste específico y no tenemos ningún tipo de evidencia con la cual compararla. Por ello la fascinación con descubrir nuevos mundos.
Volviendo a los ovnis. Los avistamientos modernos van a la baja. En parte porque nuestra búsqueda se ha centrado tanto en las lunas de planetas en nuestro sistema solar, los exoplanetas y en las extrañas transmisiones captadas por radiotelescopios. Así, la presencia de naves espaciales ha quedado más o menos obsoleta y esto porque, ante descubrimientos contundentes en otros objetos astronómicos, ya no son tan necesarias. En su lugar han entrado ahora “asteroides asesinos”. Cada semana, la NASA o algún astrónomo aficionado nos atacan con noticias de asteroides descubiertos que pasarán cerca de la Tierra y que, dado su tamaño, si llegasen a impactarnos sería el final de nuestra civilización. Que no de la vida, porque como bien muestra el registro geológico, tales impactos son comunes en la historia del planeta y la evolución de la vida ha sido notablemente marcada por estos eventos. Y ahora comenzamos a poner la mirada en otro tipo de inquietud, una que ya fue vaticinada y ensayada hace 100 años: el horror cósmico de H.P. Lovecraft.
El físico Lawrence M-Krauss aboga por invertir más en sondas espaciales no tripuladas que por la presencia física del hombre en el espacio. Argumenta que así se obtiene más ciencia con aparatos operados de manera remota. Y sí: nuestros artefactos de exploración nos han dado mucha más información sobre el universo que todos los viajes a la Luna y los casi 20 años de la Estación Espacial Internacional. Los Voyager, que ya se encuentran en el espacio interestelar, podrán ser, con mucha suerte, avistados por alguna raza inteligente y entonces serán catalogados como fenómenos alienígenas. Finalmente nos hemos proyectado más allá de nuestra naturaleza y nuestro pequeño mundo: ya somos los ovnis que serán vistos por otros, en algún tiempo, en algún lugar.