Cultura

Damas

En la cafetería del aeropuerto, en espera del vuelo. Dos mujeres en la mesa de enfrente conversan. Una, delgada, chongo, maquillaje detallado, blusa de diseñador, facciones delicadas, joyería. Habla con serenidad, la modulación de su voz es medida, no sobresaltada. Se mueve poco, pero expresa mucho con el juego de mano y muñeca. La otra, pelo corto, maquillaje mínimo, complexión mediana, vestido con estampado floral hasta la rodilla, nada de joyería –excepto aretes sencillos–, aparece más fresca, restos de acné (probablemente de la adolescencia) que le imprimen una textura interesante; expresa más con el rostro que con el resto del cuerpo.

A ambas las encuentro fascinantes. Además las dos están guapas, pero esa es otra cosa. Cada una utiliza distintas formas y maneras de expresarse, de presentarse, de interactuar. La primera apuesta más por exaltar sus rasgos femeninos con maquillaje, joyería y vestimenta, en tanto que la otra va más por una sensualidad más cruda y directa. Ambas estrategias ejercen un efecto que va de acuerdo a su estilo. Las encuentro mesmerizantes. En un punto se dan cuenta que las observo y, como en todo experimento en el cual el objeto observado detecta que está siendo intervenido, este tenderá, necesariamente, a modificar su comportamiento, cambiando sustancialmente el sentido del experimento. Así, ellas comienzan a acentuar sus potencias. Se vuelven un poco más expresivas.

En el fondo, somos una especie gregaria e histriónica. El vestuario, junto con la actuación, son maneras de interacción sumamente importantes y esta combinación muchas veces comunica más que el lenguaje hablado. Mientras conversamos nos valemos de los lenguajes hablado y corporal, pero este último es más primitivo y lo aprendimos mucho antes que el habla.

Por otro lado, la belleza no es solo la exaltación o acentuación de los rasgos físicos: es la combinación orquestada de tales características; maquillaje, accesorios, ropa, mímica, las personas con quien estemos en ese momento y, claro, las circunstancias y condiciones del lugar. Es particularmente complejo. Y no olvidemos que esos momentos vividos son únicos e irreproducibles.

Mi interacción con las damas del aeropuerto pudo haber sido, en primera instancia, fortuito, pero tal accidente generó reacciones en ambos, aunque no hayamos conversado. Estuve cerca de una hora observándolas, contemplándolas. Aprendí mucho al tiempo que disfruté. Estar ahí sin estarlo. Lo bueno es que no logré escuchar prácticamente nada de lo que decían. Tal vez porque me concentré únicamente en otras cosas o porque no se alcanzaba a escuchar bien, el punto es que somos mucho más que maniquíes parlanchines. Así, a veces pienso que el habla sale sobrando.

Observo a los ciegos moverse por el mundo, interpretándolo de manera táctil y sonora. Y a los sordomudos, con su capacidad visual. Pienso también en los esquizofrénicos, que todo el día traen un montón de voces en la cabeza y así andan, confundidos, estresados e intentando establecer una conjetura racional y estable entre su mundo interno y la realidad que los rodea.

Ya en el avión, la sobrecargo elabora la rutina de seguridad; lleva a cabo su movimiento de manos para indicar salidas de emergencia, uso de mascarilla de oxígeno y chaleco de flotación mientras en el altavoz se dan las indicaciones precisas. Es como un mimo llevando a cabo su espectáculo.

Ya despegamos. Me voy quedando dormido y en mi apacible sueño van apareciendo las damas del restaurante. Yo solo las miro, y ellas voltean y sonríen.

Adrián Herrera

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