Cultura

Cuerpo presente

Solo la amenaza de morir perpetúa las formas terrenales, solo la muerte hace al mundo divino

(La media noche, Ramón del Valle Inclán)

La esquela anuncia que tal persona murió y que sus familiares comparten con gran pena el hecho. El velorio será en tal capilla de aquella casa funeraria a partir de estos horarios y que se celebrará una misa de cuerpo presente.

Qué fuerte se oye el hecho de presenciar una misa con el cuerpo exhibido de una persona. El sobresalto viene también porque estamos hablando solo del cuerpo, que el alma ya ha partido hacia otra dimensión, otra supuesta realidad. Los restos, como comúnmente se les refiere, se quedan.

En un funeral escuché una conversación entre dos parientes del fallecido. Frente al cadáver, intercambiaban impresiones. –Papá, se ve bien en ese traje–, dijo uno. –Ese ya no es papá: es solo un cuerpo que nos recuerda a papá–, replicó aquel.

Queremos ver al cuerpo como un compuesto en el cual si se pierde uno de sus componentes deja de representar una unidad. Presentar el cuerpo entero, aunque sea el ratito que dura el ritual fúnebre, implica el mórbido efecto del embalsamamiento como elemento para crear una imagen macabra que tendrá un impacto contundente en nuestra memoria. Pues con todo y su maquillaje, el pulcro traje o vestido, lujoso y lustroso féretro, el juego de coronas fúnebres con sus enervantes perfumes, veladoras, rezos, cuchicheos, rechinidos de suelas de zapatos, galletitas y espantoso café, el cuerpo presente no deja de ser un brutal testimonio de la frialdad de nuestra condición, de lo terrible de la extinción absoluta de la conciencia y del hecho de que nadie sabe nada de lo que acontecerá después (si es que esto realmente ocurre). La experiencia nos dice que de nosotros no queda absolutamente nada.

El cuerpo presente genera cierta solemnidad en una atmósfera que nos oprime y enferma. Nos llega esta impresión de querer ser una presencia perpetua, pero al mismo tiempo transitoria. Así se crea una contradicción equilibrada. Pero pronto aceptamos nuestra necedad del apego enfermizo y absurdo a la eternidad, y entendemos que tal condición resulta esencialmente horrorosa, y aquí los extremos se tocan. Pues la creencia en la eternidad y en el vacío absoluto e inconsecuente y estéril son incomprensibles. Así, lo mejor es: o no pensar en ello o inventar alguna otra explicación un poco más acorde con los descubrimientos científicos en torno a la naturaleza del espacio-tiempo. Y es aquí donde el cuerpo presente crea de cierta manera un vínculo con esa realidad desconocida, extraña y paradójica. Quizá sea una ofrenda a algún dios lovecraftiano, un sacrificio al viejo dios bíblico, un presentarle al vacío absoluto nuestros restos o, sencillamente, un mórbido monumento a la descomposición.

Esa tarde le pregunté a mi papá qué prefería después de muerto: enterrarlo o cremarlo. –Ni sé ni me importa, ya muerto ni puedo hacer nada ni me voy a dar cuenta–, dijo.

Cuando murió, lo quemamos, igual que a mi mamá. Este año mi papá cumpliría cien años.

Siempre que escucho sobre la cremación me viene a la mente la escena de la película de Conan, donde queman a su novia en una pira funeraria, y luego se configuran en mi mente las imágenes horroríficas de estos monjes del Tíbet muertos, cuyos cuerpos son descuartizados y puestos a la intemperie para ser devorados por animales carroñeros en un ritual milenario llamado “funeral celeste”. Luego me acuerdo de nuestras célebres y queridas momias de Guanajuato y no puedo más que sentir que esto también es algo horrible y morboso, pero que tiene un sentido más lúdico, aunque no tan espectacular como lo otro.

Dice don Miguel de Unamuno que la vida es la lucha contra la muerte, y más que eso: la lucha contra la verdad de la muerte.

Pienso que el cuerpo presente es una corroboración de ausencia, de nuestra gran ausencia. Un recordatorio de un olvido persistente, constante y total.

Adrián Herrera

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